Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado
A raíz de una reciente tragedia que conmocionó a la sociedad, en la que una persona con presunto padecimiento mental fue protagonista de un hecho de violencia, algunos sectores han salido a cuestionar la Ley Nacional de Salud Mental (N° 26.657), aprobada por unanimidad en 2010. La reacción parece inmediata y hasta lógica a simple vista: “si estaba tan mal, ¿por qué no estaba internado?”. Pero esa pregunta, lanzada con tono de sentido común, esconde un riesgo profundo: usar una tragedia para justificar el retroceso en materia de derechos humanos.
Esa es la verdadera locura.
La Ley de Salud Mental no es el problema. Es una ley de avanzada, reconocida a nivel internacional, que establece un principio claro: toda persona tiene derecho a recibir atención en salud mental con el mismo trato digno que cualquier otra. Promueve un modelo de atención comunitaria, interdisciplinaria, humanizada. No dice – como algunos pretenden hacer creer – que no se pueda internar a alguien. Sí dice que la internación debe ser una excepción, y no la regla. Y que debe estar fundada en riesgo cierto e inminente, evaluado por equipos de salud, no por la mera percepción o por el miedo.
Porque el miedo no puede legislar.
Los que hoy piden reformar la ley para que sea más “dura”, más “ágil” o más “segura”, olvidan – o prefieren olvidar – que la violencia no se cura con barrotes. Que los viejos manicomios no protegían: expulsaban. En nombre de la “seguridad”, se abandonaba a las personas en pabellones cerrados, sin tratamientos reales, sin vínculos, sin futuro. Y esa lógica de encierro, esa comodidad del olvido, es la que la ley vino a combatir.
Lo que esta tragedia desnuda no es un error de la ley, sino de su aplicación. La norma establece que al menos el 10% del presupuesto de salud debe destinarse a salud mental. Hoy, no llega ni al 3%. La ley dice que deben existir equipos interdisciplinarios en hospitales generales, casas de medio camino, hospitales de día, redes de acompañamiento. ¿Dónde están? ¿Qué inversión real se ha hecho? Si una persona no encuentra atención hasta que su padecimiento se vuelve irreversible, la falla no es del marco legal, sino del Estado.
Y eso también debe decirse: no hay “demasiada libertad”. Hay demasiado abandono.
Algunos medios sugieren, con tono alarmista, que esta ley deja sueltos a quienes son un peligro para otros. Es falso. Y es peligroso decirlo. Porque estigmatiza. Porque instala la idea de que las personas con padecimientos mentales son violentas. Cuando en realidad, los datos muestran que tienen muchas más chances de ser víctimas de violencia que de ejercerla.
Lo que duele es que cada vez que ocurre una tragedia como esta, se apunte al último eslabón, al más débil, al que no tuvo escucha, ni red, ni presencia del Estado. Y no se mire más arriba: hacia los funcionarios que subejecutan presupuestos, hacia los gobiernos que vacían políticas públicas, hacia los medios que construyen chivos expiatorios.
Claro que hay que hablar de salud mental. Pero no para volver a encerrar, sino para construir comunidad. Para dejar de pensar la locura como una amenaza y empezar a pensarla como parte de lo humano. Como algo que necesita presencia, escucha, tratamiento, respeto. Y políticas concretas.
La Ley 26.657 no es perfecta. Ninguna ley lo es. Pero es infinitamente más justa que ese reflejo automático de volver a las rejas, al silencio, al encierro. La solución no está en endurecer discursos. Está en humanizar prácticas. No en reformar la ley, sino en implementarla con decisión política, inversión real y compromiso social.
La salud mental no se soluciona con barrotes. Se construye en comunidad. Y eso, quizás, es lo más difícil de aceptar para quienes prefieren un loco encerrado que un sujeto de derechos libre.

