Columna; La crueldad como doctrina: cuando un Estado le habla así a un niño

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado

«Su discapacidad no es problema del Estado».

No es una frase menor. No es un exabrupto aislado. Es una afirmación que interpela profundamente el modo en que se concibe la función pública, los derechos y la convivencia democrática.

Esa fue la respuesta que Marlene Spesso y su hijo Ian Moche – un niño de 11 años con autismo, reconocido por su activismo y compromiso con la concientización – recibieron durante una reunión con el titular de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), Diego Spagnuolo.

Lo que allí ocurrió no puede analizarse sólo como un error individual o una mala elección de palabras. Es necesario entenderlo en un contexto más amplio, en el que ciertos discursos parecen habilitar la deshumanización de quienes viven con alguna discapacidad.

Cuando desde un organismo público se emite una respuesta de ese tenor, el mensaje excede lo personal y se convierte en una señal política e institucional. Marca una línea. Una que puede poner en riesgo los consensos construidos en materia de derechos y de políticas de inclusión.

En una sociedad democrática, la diferencia – sea física, cognitiva, sensorial o psicosocial – no debe ser vista como una carga, sino como parte constitutiva de la diversidad humana. El Estado, en tanto garante de derechos, tiene la responsabilidad de construir las condiciones para que todas las personas puedan vivir con dignidad, sin barreras ni discriminación.

Negar esta responsabilidad o relativizarla no sólo afecta a quienes viven con una discapacidad, sino que deteriora la base ética sobre la que se sostiene toda política pública orientada al bien común.

La frase en cuestión no puede analizarse desligada de otras medidas o discursos que, directa o indirectamente, han puesto en cuestión la legitimidad de las pensiones, los apoyos y los programas destinados a este colectivo.

En este marco, las palabras importan. Y mucho más cuando provienen de quienes ocupan cargos de responsabilidad institucional. No se trata de evitar polémicas ni de cuidar las formas por conveniencia. Se trata de ejercer el rol público con la conciencia de que cada palabra puede habilitar o clausurar derechos, abrir caminos o reforzar estigmas.

Ian no está solo. Su voz es la de muchos niños, niñas y adolescentes que enfrentan obstáculos cotidianos para ejercer sus derechos. Cuando se los desacredita o se los minimiza, se pierde una oportunidad valiosa de construir una sociedad más empática, más equitativa, más justa.

No se trata de privilegios. Se trata de derechos. De los mismos derechos que están consagrados en nuestra Constitución, en tratados internacionales, y en una larga historia de luchas colectivas. Derechos que el Estado tiene el deber de respetar, proteger y garantizar.

Por eso, lo sucedido no puede ni debe ser minimizado. No sólo por lo que representa en términos simbólicos, sino porque pone en tensión el modelo de sociedad que se desea construir. Una sociedad que aspire a ser verdaderamente inclusiva no puede permitirse normalizar la crueldad, ni volver tolerable el desprecio.

Porque si una frase así puede ser dirigida a un niño, sin consecuencias, entonces es necesario detenerse, revisar, y volver a empezar. No por corrección política, sino por responsabilidad ética.