Nueva Columna de Opinión: Sin defensa no hay República.

Por Matías Leandro Rodríguez – Comunicador, Abogado.

Hay una línea sutil pero feroz que separa la Justicia del castigo. Y cuando esa línea se borra, ya no estamos ante un fallo, sino ante una forma elegante de la violencia institucional.

Esta semana, la Corte Suprema de Justicia de la Nación rechazó el recurso extraordinario interpuesto por la defensa de una expresidenta, dejando firme una condena que la inhabilita de por vida para ejercer cargos públicos. Lo hizo sin dictar sentencia de fondo. Lo hizo sin abrir los argumentos. Lo hizo sin explicar. La condena, entonces, quedó sellada sin revisión, sin garantías, sin palabras.

No es necesario estar a favor ni en contra de la persona involucrada. De hecho, es mejor no estarlo. Basta con entender que el centro del problema no es quién fue condenada, sino cómo.

Porque hay algo que en democracia no se negocia: el derecho a una revisión judicial seria, fundada, razonada. Es lo que la Constitución llama “debido proceso legal”. Lo que los tratados de derechos humanos exigen como garantía mínima. Lo que cualquier ciudadano o ciudadana tiene cuando está frente al poder punitivo del Estado.

Y eso no ocurrió.

La Corte Suprema se negó a revisar el caso en forma completa. No analizó si hubo imparcialidad en el tribunal que juzgó. No se pronunció sobre las relaciones impropias entre jueces y sectores denunciantes. No se tomó el trabajo de evaluar las pruebas ni de desmontar (o confirmar) la supuesta estructura de corrupción que se alegó. Simplemente rechazó el recurso por una cuestión formal y dejó las consecuencias políticas correr.

¿Desde cuándo un país puede inhabilitar de por vida a una persona sin darle la oportunidad real de defenderse ante el tribunal más alto?

¿Desde cuándo el silencio judicial tiene más fuerza que una sentencia argumentada?

Nos dicen que se trata de un tema procesal. Que la Corte no está obligada a revisar todo. Pero ese argumento es una trampa. Porque cuando lo que está en juego es la posibilidad de ejercer derechos políticos, cuando hay una condena penal con efectos institucionales, la revisión no es opcional: es un deber constitucional.

La Corte, que ha intervenido por menos en casos más banales, eligió aquí no intervenir. Y ese gesto, disfrazado de neutralidad, es profundamente político. No por lo que dice, sino por lo que calla.

El Poder Judicial no tiene la obligación de decirnos a quién votar. Pero sí tiene la obligación de garantizar que cualquier persona acusada por el Estado tenga una revisión completa, imparcial, y transparente. No importa si se llama Fernández, Pérez o Gómez. No importa si la odian o la admiran. Importa que es ciudadana. Que tiene derechos. Que tiene Constitución.

Porque si un tribunal puede condenar sin dar explicaciones, mañana también podrá despedir, expropiar, detener o silenciar sin rendir cuentas.

Hoy muchos celebran. Pero deberían, al menos, dudar. Preguntarse si vale la pena abrir esta puerta. Porque una Corte que se permite proscribir sin justificar se convierte en un poder sin control. Y un poder sin control no es otra cosa que la antesala del autoritarismo, aunque venga envuelto en lenguaje jurídico.

El daño no es para una figura pública. El daño es para el derecho como límite, para el equilibrio de poderes, para la democracia como forma de vida. Porque si los máximos jueces del país pueden legitimar la exclusión política de una persona sin explicar los motivos, la Constitución ya no es un pacto de garantías, sino una fachada.

No se trata de peronismo ni de antiperonismo. Se trata de que la Corte ha dado un mensaje claro: en la Argentina de hoy, se puede quitar a alguien del juego político sin siquiera molestarse en revisar si el proceso fue justo.

La pregunta es: ¿quién sigue?