Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
No hace falta militar una causa para advertir cuándo el Derecho se aleja de su función de límite al poder y se convierte en herramienta para concentrarlo. El fallo que condena a Cristina Fernández de Kirchner en la causa “Vialidad” no es simplemente una decisión judicial: es la expresión contemporánea de una vieja práctica autoritaria que reaparece bajo formas legalistas. Se llama proscripción. Y es incompatible con cualquier democracia constitucional seria.
Proscribir no es solo impedir una candidatura. Es negar el ejercicio pleno de los derechos políticos mediante mecanismos jurídicos que, aunque revestidos de formalidad, son sustantivamente arbitrarios. Es distorsionar la función judicial para interferir en el proceso democrático. No hace falta un decreto ni una junta militar. Alcanza con una sentencia sin firmeza que opera como sanción simbólica y eficaz, sin respetar el debido proceso ni la presunción de inocencia.
El principio de inocencia no es una fórmula retórica: es una garantía estructural. Y en nuestro sistema, hasta que una condena no queda firme, el Estado no puede privar a una persona de sus derechos fundamentales. Esto no es una opinión. Es derecho constitucional básico. Cualquier injerencia política basada en una condena no firme viola ese principio y transforma al proceso penal en un instrumento de exclusión política.
La causa Vialidad está plagada de inconsistencias procesales. No lo dice quien simpatiza. Lo dice quien conoce. La imputación por “asociación ilícita” —una figura históricamente elástica y disponible para causas de alto impacto político— se construyó sobre presupuestos forzados y sin pruebas directas que la sustenten. El expediente evidencia un uso estratégico del sistema penal como herramienta de estigmatización. No se juzgó un hecho penalmente relevante: se juzgó una representación simbólica del poder.
Judicializar la política no es hacer justicia. Es desnaturalizar la función judicial para que actúe como filtro ideológico. El Poder Judicial, cuando interviene como actor político, pierde su legitimidad institucional. Porque deja de ser garante de derechos para convertirse en dispositivo de control. Y esa lógica, lejos de fortalecer la democracia, la erosiona desde adentro.
No se trata de defender personas. Se trata de defender principios. Hoy es una ex presidenta. Mañana puede ser cualquier dirigente opositor, referente sindical o actor social que incomode. ¿Queremos un derecho penal garantista, orientado por el principio de legalidad, o uno que se utilice según el cálculo de conveniencia política? Esa es la verdadera discusión.
El Derecho Penal no puede servir para disciplinar. Y menos aún para condicionar el derecho a elegir y ser elegido. En todo proceso penal hay un mandato ineludible: investigar con imparcialidad, juzgar con pruebas, respetar las garantías. Saltarse esos pasos no es solo un error técnico: es una forma de violencia institucional.
Nuestra historia tiene marcas de fuego con nombre propio: proscripción. Creímos haber aprendido. Pero cuando se naturaliza que una condena sin firmeza puede excluir a alguien del juego democrático, lo que está en riesgo no es una candidatura. Es el contrato constitucional entero.
No se trata de ella. Se trata de todos. Porque si aceptamos que el sistema judicial puede operar como herramienta de veto político, mañana no hará falta que nos prohíban votar: bastará con que nos convenzan de que ya lo hicieron por nosotros.
