Por Matías Leandro Rodríguez – Comunicador, Abogado
Hay algo nuevo en el aire, pero no huele a futuro. Es un olor más denso, más conocido. Un olor que viene de otras décadas, que se cuela en las instituciones disfrazado de novedad. Y lo más inquietante es que se presenta como innovación.
El decreto 383/2025 autoriza a la Policía Federal Argentina a patrullar redes sociales, realizar requisas en la vía pública y detener preventivamente a personas sin orden judicial. No se trata de una interpretación exagerada ni de una alarma injustificada: es letra escrita. Y es peligrosamente clara. ¿Por qué? Porque, sin decirlo de forma directa, desarma uno de los principios más esenciales del constitucionalismo moderno: nadie puede ser molestado en su persona, domicilio, papeles o comunicaciones sin intervención judicial previa. Este principio, consagrado en el artículo 18 de nuestra Constitución Nacional, no es un adorno ni una cláusula romántica. Es un límite fundante al poder punitivo del Estado. Es la herramienta que, como comunidad política, construimos para que la fuerza pública no se transforme en fuerza arbitraria. Para que la policía, que tiene el monopolio de la fuerza legítima, no lo ejerza contra quien incomoda, disiente, protesta o simplemente es distinto.
El nuevo decreto permite actuar de manera “proactiva” frente a lo que se considere un riesgo para la seguridad. Pero eso abre una pregunta fundamental: ¿quién decide qué es un riesgo? ¿Qué palabra, qué canción, qué publicación en redes puede ser interpretada como una amenaza? La historia nos ha enseñado que cuando el Estado empieza a decidir quién merece vigilancia sin mediación judicial, la libertad se vuelve condicional y el pensamiento, sospechoso.
El Derecho Penal no se basa en intuiciones ni en presentimientos. Exige pruebas, legalidad, debido proceso. Nos formamos sabiendo que la prevención no puede reemplazar la prueba, ni la sospecha al delito. Cuando eso ocurre, el control se convierte en persecución, y el derecho en una excusa para ejercer poder sin rendición de cuentas.
Este decreto permite requisar mochilas, bolsos, vehículos o celulares sin que exista una causa penal en curso ni una orden judicial. Habilita detenciones por averiguación de antecedentes por un plazo de hasta diez horas, sin delito flagrante ni denuncia previa. Instaura un modelo de vigilancia sobre redes sociales que transforma la libertad de expresión en un terreno monitoreado, y por lo tanto, limitado. Lo más grave es que todo esto puede hacerse sin control judicial alguno. Como si la figura del juez o de la jueza fuese un obstáculo. Como si las garantías fueran un capricho ideológico y no un principio rector del Estado de Derecho.
El control judicial no es un trámite burocrático ni un estorbo institucional. Es el punto de equilibrio entre seguridad y libertad. Es la diferencia entre una democracia constitucional y un Estado policial. Cuando las fuerzas de seguridad pueden vigilar, requisar y detener sin control judicial, no estamos ante una política de prevención: estamos frente a un retroceso en materia de derechos y libertades.
Se suele decir que se busca una fuerza moderna. Pero una fuerza moderna no es la que tiene más herramientas, sino la que tiene límites. Porque cuando no hay límites, todo se vuelve justificable. Incluso el miedo.
No es la sombra del Estado lo que nos encierra, sino la sombra que proyectamos cuando dejamos de confiar en nuestra voz. Cada palabra no dicha, cada paso vacilante, es una grieta que se abre en el suelo donde debería crecer la esperanza. Y así, la vigilancia ya no es solo un acto de poder. Es también una ausencia de coraje colectivo.
