Por Matías Leandro Rodríguez – Comunicador; Abogado
Una medida de abrigo no es una solución definitiva: es un gesto de urgencia. El Estado actúa cuando un niño o niña ha sido vulnerado, cuando su casa dejó de ser refugio y la vida cotidiana se volvió peligrosa. El Servicio Local interviene, el juez o jueza valida la medida, y comienza una nueva etapa: la del resguardo. Pero esa etapa no puede durar indefinidamente, ni puede construirse sobre estereotipos. Porque si el sistema protege, pero no proyecta, entonces lo único que hace es institucionalizar con buena letra.
En este punto, es necesario dejar atrás ciertos mitos. Se suele decir que adoptar en Argentina es imposible, que los procesos son eternos, que la burocracia lo vuelve inalcanzable. Pero eso no es del todo cierto. Adoptar es posible. Lo difícil, lo verdaderamente complejo, es encontrar adultos dispuestos a recibir a niñas y niños reales, con biografías reales. Porque la mayoría de las familias disponibles siguen buscando al hijo ideal: bebé, sano, sin historia previa. Y la mayoría de las niñas y niños en condiciones de ser adoptados no encajan en ese molde. Tienen más de seis años, vienen con historias difíciles o con algún diagnóstico. El problema no es la ley: son los prejuicios de quienes eligen. Y a veces, también, de quienes juzgan.
Es aquí donde la justicia tiene una función clave. No basta con controlar la legalidad de una medida. Es imprescindible que cada decisión que involucre a una infancia se tome con perspectiva de género, con enfoque de derechos humanos y con una comprensión profunda de lo que hoy significa formar una familia. El artículo 706 del Código Civil y Comercial lo establece de forma clara: el interés superior del niño debe guiar todas las intervenciones, dejando de lado criterios estandarizados que ya no representan a la sociedad en la que vivimos.
Porque hoy hay familias de todos los colores. Familias con dos mamás, con dos papás, familias ensambladas, monoparentales, familias extendidas, personas solas con deseo de maternar o paternar. Todas estas formas de cuidado existen, acompañan, educan, aman. El Código las reconoce. La vida cotidiana las confirma. Solo falta que la justicia, en cada rincón del país, las abrace con la misma legitimidad.
La perspectiva de género, muchas veces mal entendida como un tema exclusivo de mujeres, es en realidad una herramienta para identificar desigualdades estructurales y cómo estas afectan el acceso a derechos. Y la perspectiva de diversidad es el complemento necesario: nos recuerda que la orientación sexual, la identidad de género, el estado civil o la configuración familiar no son indicadores de idoneidad ni de amor. Lo que define a una familia no es su forma, sino su capacidad de cuidar.
Por eso es urgente que jueces, juezas y equipos técnicos dejen de reproducir estereotipos que la ley no exige. Frases como “una familia tradicional”, “que no tenga otros hijos”, “que tenga estabilidad económica” muchas veces actúan como filtros implícitos que excluyen a quienes sí podrían ofrecer un hogar, pero no encajan en el molde heredado. Es necesario desnaturalizar esas prácticas. Porque cuando el sistema judicial se demora buscando a “la familia perfecta”, los niños siguen esperando.
El desafío está en animarse a ver con otros ojos. No se trata de acelerar sin cuidado, sino de ampliar sin miedo. De entender que el verdadero obstáculo no está en los tiempos judiciales, sino en los límites que impone una mirada que no se ha aggiornado. La justicia tiene hoy la oportunidad —y la obligación— de acompañar un paradigma legal que ya superó los viejos modelos. Y para eso se necesitan decisiones valientes, capacitación constante, políticas públicas que sostengan a las familias adoptivas y convocatorias que abracen la pluralidad sin prejuicios.
La infancia no puede quedar detenida por la rigidez de los adultos. No puede ser víctima de un sistema que, en lugar de protegerla, la pospone hasta que encaje en una idea que ya no es vigente. La niñez necesita que rompamos los moldes no como un acto simbólico, sino como una forma concreta de garantizar su derecho a crecer, a pertenecer, a ser amada.
Si el derecho no abraza todas las formas de amar, entonces la medida de abrigo deja de ser protección y se convierte en abandono diferido. Y en un país donde miles de chicos y chicas siguen esperando una familia, ese abandono no es una casualidad: es una deuda que estamos a tiempo de saldar.
