Por Matías Leandro Rodríguez – Comunicador, Abogado.
Lo que algunos celebran como la “liberación del mercado de armas” no es más que un síntoma alarmante de la deriva institucional que atraviesa nuestro país. En nombre de la eficiencia, el Ejecutivo ha modificado el régimen jurídico de armas de fuego mediante el Decreto N° 409/25, despojando a la ANMaC de funciones de control y otorgando a las fuerzas de seguridad una credencial de legítimo usuario sin fecha de vencimiento. Un avance administrativo que se camufla en ropaje técnico, pero que es, en su núcleo, una ruptura de los principios más elementales del derecho constitucional.

En una república democrática, el poder del Estado tiene límites. No es solo una cuestión teórica, sino una garantía concreta: ningún derecho puede ser regulado al margen del Congreso, y mucho menos cuando está en juego el delicado equilibrio entre seguridad y libertad. El nuevo decreto, al modificar una ley mediante una norma de inferior jerarquía, constituye una invasión directa a la potestad legislativa, vaciando de contenido el principio de legalidad consagrado en el art. 19 y el principio de división de poderes establecido por los arts. 29 y 75 de nuestra Constitución.
Pero lo más grave no es solo el modo en que se dictan estas medidas, sino el sentido que las articula. La credencial sin vencimiento para fuerzas armadas es un símbolo: no hay controles, no hay límites, no hay Estado de derecho. Bajo la lógica del «cowboy soberano», se instala la figura del portador armado permanente, en una suerte de desplazamiento del monopolio estatal legítimo del uso de la fuerza hacia la autogestión violenta del orden. Esta ampliación desproporcionada del acceso a las armas, sin filtros ni evaluaciones periódicas, transforma al portador en una amenaza estructural para cualquier régimen que se pretenda democrático.
La abogada María del Carmen Verdú lo expresó con precisión: asistimos a una etapa donde ya no se simula la excepción, sino que se la enuncia. Ya no hablamos de medidas encubiertas o de zonas grises de legalidad. Aquí el régimen se declara con claridad: se trata de una normalización del estado de excepción, con suprimir derechos en nombre del orden. La «seguridad» aparece, una vez más, como coartada para debilitar garantías constitucionales, diluir controles institucionales y habilitar un discurso de enemigos internos.
Este avance regulatorio también representa un acto de violencia simbólica. No solo porque invisibiliza la voz ciudadana en decisiones de altísimo impacto, sino porque naturaliza una pedagogía del miedo: ante la inseguridad, el arma; ante la diferencia, el control; ante el disenso, la represión. La historia constitucional argentina nos ha enseñado, a fuerza de heridas, que la seguridad sin legalidad se transforma en autoritarismo.
No hay política pública legítima sin sujeción al Estado de derecho. El control de armas, como cualquier potestad estatal que toca la vida y la muerte, exige mecanismos democráticos, debates legislativos y controles interinstitucionales. La habilitación extendida de armas de fuego al margen del Congreso no es una medida administrativa: es una decisión que reconfigura el modelo de sociedad. Y si el precio es la renuncia a los principios republicanos, entonces lo que está en juego ya no es solo el derecho a la vida o a la seguridad, sino la forma misma de nuestra convivencia democrática.
