Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Hay noticias que no hacen ruido, pero resuenan. El CONICET ha sido reconocido, una vez más, como la mejor institución gubernamental de ciencia de América Latina. Lo dice el Ranking Scimago 2025, un sistema que evalúa el impacto social, técnico y académico de miles de organismos en todo el mundo. Séptimo año consecutivo. No es solo un número: es un gesto de porfía en medio del escepticismo.
Porque mientras algunos dudan del valor de lo público, mientras se reabren discusiones que creíamos saldadas, la ciencia argentina responde desde sus laboratorios con hechos. Con menos recursos, pero con más sentido. Con menos respaldo discursivo, pero con una comunidad de investigadores e investigadoras que no han perdido el norte: trabajar por el conocimiento que mejora vidas.
Nuestra Constitución lo dice con claridad en su artículo 75 inciso 19: el Estado tiene la responsabilidad de promover el progreso científico y tecnológico, con base en una política nacional sostenida. No es una opción ideológica ni una preferencia administrativa: es un mandato constitucional. Y los tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, suman a esa exigencia el derecho de todas las personas a beneficiarse del desarrollo científico.
En ese contexto, este reconocimiento internacional se vuelve más que una distinción: se transforma en una prueba. Prueba de que lo común funciona. Prueba de que la inversión pública no solo es posible, sino necesaria. Prueba de que, incluso en condiciones adversas, la ciencia argentina sigue estando a la altura del tiempo que le toca.
Quienes transitamos el derecho con mirada humana lo sabemos: todo derecho necesita infraestructura para volverse real. Un kit de diagnóstico, un software accesible, una vacuna, una herramienta educativa desarrollada por el CONICET no son simples productos: son dispositivos de justicia. Son medidas de equidad que, a veces, llegan antes que una sentencia.
Y aunque la coyuntura a veces oscile entre el recorte y la sospecha, hay ciertos hechos que iluminan con potencia serena. Como un laboratorio en silencio. Como un paper escrito de noche. Como una madre becaria que cría, investiga y resiste. Como un investigador del interior del país que trabaja sin flashes ni titulares, pero sabe que está sembrando futuro.
Celebrar este logro no es caer en la autocomplacencia. Es, más bien, una manera de reafirmar lo que no estamos dispuestos a perder. Porque hay logros que no son negociables. Porque hay instituciones que no se improvisan. Y porque hay momentos en los que un ranking puede valer más que mil discursos: no por la jerarquía del número, sino por lo que revela. Porque el mundo ve lo que a veces nos quieren hacer olvidar: que la ciencia argentina, aún golpeada, aún en guardia, aún esperando el turno en la fila, sigue estando entre las mejores.
Y eso no es casual. Es una forma de justicia silenciosa. Es el rumor luminoso de los frascos.
Es la patria, también, en bata blanca.
