Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Hay discursos que no gritan, pero lastiman. Palabras que se imprimen en libros prolijos, se envuelven en sobres violetas y se dejan caer en los umbrales como quien deja una limosna. Pero no son dádivas. Son advertencias envueltas en celofán. Son doctrinas disfrazadas de epifanías. Son ideologías que pretenden imponerse donde el silencio aún no ha sido reparado.
Así llegó Changed (“Cambiado”), el libro de Tom Cantor, a las puertas de miles de hogares en Buenos Aires. No como gesto de encuentro, sino como forma de penetración. No como literatura espiritual, sino como herramienta de evangelización culposa. No como abrigo, sino como amenaza. Y eso, que parece anecdótico, es profundamente político.
El texto – de aire confesional, pero de raíz normativa – promueve una teología del arrepentimiento que no redime, sino que aplasta. Se nombra a sí mismo como camino, pero no lleva a ningún lugar donde la dignidad humana pueda descansar. Se cuenta, entre líneas, que el deseo debe ser reprimido, que la sexualidad femenina es sospechosa, que el dolor de una mujer violada puede convertirse en obstáculo para la pureza del hombre que la ama. No hay herejía más dolorosa que esa: mirar a una víctima y pensarla como impedimento espiritual.
No es casual. El cuerpo femenino, en ese discurso, es terreno a purificar. Se vuelve objeto dañado, florero astillado, como lo nombra el autor al hablar de su esposa. La violencia se repite: primero en el acto que la hirió; luego, en la metáfora que la reduce. En ambos casos, su voz no aparece. No se la nombra desde sí, sino desde la mirada que la juzga. No se la acompaña, se la categoriza.
Y es ahí donde se revelan los verdaderos peligros de este tipo de textos: no en lo que dicen explícitamente, sino en lo que silencian con elegancia. En la forma en que tiñen de moral los cuerpos, en cómo hacen del pecado una forma de dominio y del amor un acto de corrección.
¿Puede llamarse “regalo” a algo que exige penitencia? ¿Puede pensarse como gesto de paz aquello que impone culpa a quien solo necesita reparación?
Quienes trabajamos con la escucha de los dolores más profundos – los de las infancias vulneradas, las mujeres silenciadas, los cuerpos perseguidos – sabemos que no hay salvación en el juicio, ni redención en la vergüenza. Sabemos que la fe no necesita castigar para ser fecunda. Y que el verdadero acto espiritual es aquel que abriga, no el que adoctrina.
Cuando el dogma se vuelve instrumento de control, ya no estamos frente a una práctica religiosa, sino ante una maquinaria de disciplinamiento. Y cuando esa maquinaria se infiltra en nuestros barrios, nuestras puertas, nuestras bibliotecas, el deber no es quemarla, sino desnudarla: decir su nombre, revelar su estructura, advertir su operación.
Porque si hay algo que no podemos permitirnos como sociedad es que el dolor se transforme en mercancía simbólica, que la sexualidad vuelva a ser territorio de condena, o que la espiritualidad se use como látigo.
Hay una manera de creer que salva, y otra que domestica. Y en tiempos de oscuridad selectiva, es urgente recordarlo.
