Luces y Sombras en la Coparentalidad: más allá del glamour, la Voz Silente de los Hijos

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador 

Entre flashes, tapas de revistas y declaraciones en redes, se esconde un drama silencioso que, pese a su envoltorio de fama y lujo, no resulta menos común ni menos grave. La situación mediática entre María Eugenia “la China” Suárez y Benjamín Vicuña ha ocupado durante años el foco del espectáculo, pero lo que raramente se visibiliza es lo esencial: el universo emocional y jurídico de sus hijos comunes. Esta columna no pretende emitir juicio sobre personas, sino sobre estructuras, narrativas y prácticas que aún perviven, incluso en los entornos más privilegiados, y que interpelan de lleno al derecho de familia en clave de convencionalidad.

En el relato social dominante, los conflictos parentales suelen reducirse a fórmulas simplistas: padre presente vs. madre conflictiva, madre abnegada vs. padre ausente. Una dramaturgia alimentada por estereotipos de género que el derecho contemporáneo busca desarticular, pero que aún permea tanto los tribunales como la opinión pública. En este caso, la exposición permanente cristaliza personajes: él, el progenitor que cumple con sus deberes económicos y mantiene una presencia esporádica pero afectiva; ella, la madre que reclama, que señala ausencias, que expone. Sin embargo, ¿cuánto de esto se corresponde con las lógicas jurídicas y cuánto responde a construcciones mediáticas que distorsionan el foco real del problema?

La Convención sobre los Derechos del Niño —norma con jerarquía constitucional en la Argentina desde la reforma de 1994— exige que, en toda medida que concierna a los niños, el interés superior sea la consideración primordial. Y ese interés no se agota en cubrir lo material. Implica garantizar estabilidad emocional, vínculos previsibles, continuidad afectiva, intimidad y contención. Implica, en suma, asegurar que los hijos no sean meros espectadores pasivos del deterioro público del vínculo parental. Cuando los conflictos se ventilan en prime time, cuando los entornos cambian al ritmo de giras, rodajes y promociones, cuando las palabras duras circulan sin filtros por redes sociales, ¿quién pone el cuerpo por los niños?

La ley argentina establece desde el Código Civil y Comercial un sistema de responsabilidad parental compartida, que persiste incluso luego de la ruptura de la pareja. Pero entre la norma y la realidad se abre un abismo. En la práctica, son muchas las madres que soportan solas la carga diaria de los cuidados, mientras que los padres —amparados en la distancia geográfica, las obligaciones laborales o simplemente en la inercia social— se reducen a un ejercicio intermitente, que muchas veces se maquilla con dinero. Pero el artículo 660 del Código es claro: los alimentos comprenden mucho más que lo dinerario. Incluyen lo necesario para el desarrollo integral, lo cual abarca el tiempo, el afecto, la participación cotidiana. Lo que no se da, no se reemplaza. Y lo que se posterga, en la infancia, no siempre se recupera.

El hecho de que se trate de figuras públicas o con capacidad económica holgada no exime de estas responsabilidades ni elimina la afectación. Existe una tendencia a pensar que los niños ricos no sufren. Que la falta de carencias materiales neutraliza todo dolor. Pero el sufrimiento emocional, la incertidumbre afectiva, la exposición permanente, también vulneran derechos. El artículo 9 de la Convención es inequívoco al reconocer el derecho del niño a mantener relaciones personales y contacto directo con ambos progenitores, de manera regular y significativa. No se trata de medir visitas, sino de cuidar presencias. No se trata de pagar cuentas, sino de sostener vínculos.

Y en este punto, el derecho se encuentra con un límite: la espectacularización de lo íntimo. La justicia de familia tiene una enorme deuda con los hijos e hijas de personas públicas. En general, las intervenciones son formales, casi administrativas. Se corrobora el pago de alimentos, se validan regímenes de comunicación, y se archiva. ¿Pero quién escucha al niño? ¿Qué operadores del sistema —psicólogos, jueces, asesores— se preguntan realmente cómo impacta en ese niño ver a sus padres enfrentarse mediáticamente? ¿Qué espacio se le ofrece para expresar, para narrar su versión de los hechos, para que su voz no quede sepultada bajo el ruido del espectáculo?

El artículo 12 de la Convención reconoce el derecho del niño a ser oído. No hay excepción por fama ni por saldo bancario. Y sin embargo, en estos casos, los niños suelen ser apenas el trasfondo de un conflicto protagonizado por adultos que privilegian el relato público por sobre el cuidado real. Que gestionan el vínculo como quien administra una marca personal. Que se convencen de que un regalo caro, una visita anual o una foto sonriente alcanzan para cubrir la ausencia sistemática.

En definitiva, el caso Suárez-Vicuña no es la historia de una pareja que no funcionó. Es, en clave jurídica y humana, la oportunidad para repensar qué entendemos por coparentalidad responsable en el siglo XXI. Qué sistema de justicia construimos cuando miramos más los contratos que los vínculos. Qué discurso estamos dispuestos a deconstruir para garantizar que el centro del conflicto no lo ocupen las figuras de la disputa, sino los derechos del niño.

Porque si el derecho de familia no puede garantizar ternura, entonces no es derecho. Porque los niños no tienen agenda, pero sí memoria.