Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Un 18 de julio, pero de 1978, entró en vigor la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Desde entonces, el llamado Pacto de San José de Costa Rica se convirtió en una brújula normativa y ética para los Estados del continente. Pero más que una simple carta de derechos, fue – y sigue siendo – un grito colectivo contra la arbitrariedad, la exclusión y el olvido.
No fue casual que naciera en una región desgarrada por dictaduras, desapariciones forzadas, y la negación sistemática de la dignidad humana. Surgió como un dique de contención frente a los abusos del poder, y como una afirmación continental de que la vida, la libertad y la justicia no son negociables.
Hoy, a casi medio siglo de su entrada en vigor, la Convención no ha perdido vigencia: por el contrario, se vuelve cada día más urgente. Porque si algo nos enseña la historia es que los retrocesos en materia de derechos nunca anuncian su llegada con estridencias: se filtran, se disfrazan, se legitiman bajo el ropaje de discursos que hablan de orden, de familia, de moral o de sentido común. Y mientras tanto, se cercenan derechos que creíamos consolidados.
En la Argentina actual, la Convención vuelve a ser faro. En tiempos donde se relativiza el rol del Estado, donde se busca volver «optativo» lo que debe ser obligación jurídica – como la salud mental comunitaria, la educación inclusiva o el acceso a la justicia -, recordar la fuerza normativa del sistema interamericano es también un acto de defensa activa de la democracia.
El derecho no es neutral. Nunca lo fue. Es en su tensión con lo político, con lo social y con lo humano donde se revela su verdadero rostro. Y allí, la Convención Americana es una plataforma viva: nos recuerda que el acceso efectivo a derechos no es una concesión de los gobiernos de turno, sino una garantía que protege incluso frente al propio Estado.
Por eso, en cada niño vulnerado, en cada persona privada arbitrariamente de su libertad, en cada mujer que no logra que se escuche su voz en los tribunales, en cada anciano institucionalizado sin consentimiento ni afectos, está la vigencia – o la ausencia – de la Convención.
Hoy no alcanza con conmemorar. Hay que reactivar. Hay que volver a leerla, a enseñarla, a invocarla con la fuerza de quien no quiere retroceder ni un paso. Porque mientras haya vidas a la intemperie, memorias sin justicia y desigualdades que se quieren naturales, el Pacto de San José seguirá siendo más que un tratado: será nuestra promesa pendiente.
Y en esa promesa, nos va la dignidad.
