Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Hay tiempos donde quedarse callado se vuelve una forma elegante de rendición. Tiempos donde el «no meterse» se disfraza de prudencia, y donde la tibieza se vende como virtud para no incomodar al algoritmo ni al bolsillo. En esos tiempos – como este -, cada gesto que resiste el silencio merece ser celebrado.
No escucho a Lali Spósito. No forma parte de mis playlists ni de mi imaginario estético. Pero eso no importa. Porque hay gestos que no necesitan ser afinados para ser valiosos. Y el de ella es uno de esos. En un país donde ser artista suele ser sinónimo de cuidar la marca personal como si se tratara de una fragancia premium, Lali elige hablar. Y no de cualquier cosa. Habla de derechos, de memoria, de democracia, de políticas públicas. Y lo hace sin eufemismos, sin excusas, sin pedir permiso.

Que una artista joven, mainstream, con llegada masiva, decida militar, no es un detalle. Es una declaración de principios. En un tiempo donde muchos prefieren mostrarse neutrales, ella elige la trinchera. Y eso no se mide en reproducciones, sino en coraje. Porque decir lo que se piensa cuando nadie escucha es valentía. Pero decirlo cuando todos te miran es valentía con riesgo.
No es la única, claro. Ahí está Residente, haciendo de cada canción un manifiesto. Duele y duele bien, cuando rapea sobre Gaza, cuando interpela al poder, cuando transforma la rabia en poesía y la injusticia en ritmo. Está también Roger Waters, cuya coherencia incómoda se volvió más potente que sus giras. O Silvio Rodríguez, que hizo de la canción un acto político desde la ternura. O Mercedes, eterna, que fue voz de un pueblo aún cuando no había micrófonos.
El arte no es – ni debe ser – neutral. No lo fue nunca. Las canciones que recordamos en dictaduras, las obras que cruzaron fronteras, los libros que sobrevivieron al fuego, no lo hicieron por ser decorativos. Lo hicieron porque tomaron partido. Porque no se quedaron en la estética vacía, sino que dijeron algo. Porque cuando el mundo se rompe, el arte verdadero no entretiene: resiste.
Por eso es necesario decirlo: militar no es una mala palabra. No lo es cuando lo que se defiende es la dignidad, la justicia social, la memoria colectiva. No lo es cuando lo que está en juego son los cuerpos, los derechos, las infancias, las libertades. Ocultar el compromiso detrás del marketing es lo que banaliza al arte, no el gritar una consigna desde el escenario.
Ojalá más artistas se animen. Ojalá entiendan que no se trata de repetir discursos vacíos, sino de asumir la responsabilidad que implica tener voz cuando a tantos les han quitado hasta el susurro. Ojalá entiendan que hay niños que aprenden más política en una canción que en diez discursos.
Y ojalá también nosotros, quienes quizás no cantamos ni llenamos estadios, pero habitamos el barro cotidiano de la lucha, sepamos reconocer en esos gestos algo más que afinación: una forma de no rendirse.
Porque cantar también puede ser un acto de amor. Y amar, cuando todo invita a la indiferencia, es el más político de los gestos.
