¿También van a ponerle precio a la dignidad?: razones constitucionales contra la privatización de AySA

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador

La propuesta de privatizar AySA no es simplemente una decisión técnica o una estrategia de “eficiencia” fiscal: es, en realidad, una amenaza directa a la dignidad humana, una regresión institucional, y una violación constitucional de fondo. No se trata de números en un Excel ni de fórmulas de rentabilidad: se trata del derecho humano al agua, consagrado por el artículo 75 inciso 22 de nuestra Constitución Nacional, que incorpora tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía superior a las leyes.

El acceso al agua potable ha sido reconocido por las Naciones Unidas como un derecho humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de todos los demás derechos. Y no se trata de una declaración abstracta. La Corte Suprema de Justicia de la Nación ya ha reconocido que el agua es un bien público, cuya disponibilidad y acceso deben estar garantizados de manera universal, suficiente y continua. Privatizar ese acceso es convertir un derecho en una mercancía, y eso, en términos constitucionales, es lisa y llanamente inaceptable.

Cuando se privatiza un servicio esencial como el agua, el acceso deja de ser un deber del Estado y pasa a estar condicionado por la lógica del mercado. ¿Qué sucede entonces con quienes no pueden pagar? ¿Con quienes viven en villas, asentamientos o en condiciones de extrema precariedad? ¿Con las infancias, con las personas mayores, con las mujeres que sostienen barrios enteros sin apoyo del Estado? La respuesta es cruel: quedan a merced de un sistema que prioriza la rentabilidad por sobre la vida.

Aceptar la privatización de AySA implica habilitar que un bien esencial pueda ser suspendido por falta de pago, como si se tratara de un servicio de cable. Esa lógica, que parece racional desde un escritorio tecnocrático, es una sentencia de exclusión para millones. Es naturalizar la desigualdad, institucionalizar el abandono, y ponerle precio a lo que nunca debió costar: la dignidad.

No hay reforma administrativa, déficit fiscal ni excusa presupuestaria que justifique el retiro del Estado de sus responsabilidades indelegables. La Constitución impone al Estado nacional la obligación de promover el bienestar general, garantizar el desarrollo humano y proteger a los más vulnerables. Tercerizar esos deberes a una empresa cuyo fin es maximizar ganancias, es renunciar a la función misma del Estado como garante de derechos.

Este intento de privatización no puede pasar inadvertido. No es menor. No es anecdótico. Es una línea roja que no debe cruzarse. Las organizaciones sociales, las universidades públicas, los sindicatos, las defensorías del pueblo, el movimiento ambientalista, las iglesias, los organismos de derechos humanos y el Poder Judicial tienen un papel crucial que jugar. Porque si se consuma este atropello, será el pueblo organizado, como tantas veces en nuestra historia, el que hará oír su voz y hará valer sus derechos mediante todas las herramientas constitucionales disponibles, desde amparos colectivos hasta la movilización ciudadana.

Privatizar el agua es abandonar al pueblo a su suerte. Es legalizar la exclusión. Es ignorar que detrás de cada canilla seca hay una historia, una familia, una urgencia que no puede esperar.

Porque donde el mercado ve oportunidades, nosotros vemos personas.

Y a las personas no se las abandona.