Cuando el derecho de familia se banaliza con frases ingeniosas, el precio lo pagan niñas, niños y adolescentes.
Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador.
La columna publicada por La Nación el pasado 1° de agosto, en la que una abogada mediática reflexiona sobre “la trastienda del derecho de familia”, ofrece una oportunidad – aunque involuntaria – para revisar los efectos de ciertas narrativas en el ámbito judicial y social. Narrativas que, con el ropaje de la experiencia forense, terminan reproduciendo sentidos comunes peligrosos, especialmente cuando se presentan como revelaciones objetivas en lugar de opiniones interesadas.
En la nota, la Dra. Mariana Gallego afirma, entre otras cosas, que la justicia de familia se ha convertido en una “usina de cortes de vínculos”, que la “perspectiva de género tapó la perspectiva de infancia”, y que existe una suerte de entramado entre ONGs, escuelas y abogados que se beneficiarían de denuncias falsas para limitar el contacto entre padres e hijos. La gravedad de estas afirmaciones requiere algo más que titulares: exige rigor conceptual, datos confiables y responsabilidad ética.
Reducir los conflictos familiares a fórmulas como “madres que denuncian para vengarse” o “padres alejados sin razón” es una forma de despojar al derecho de familia de su complejidad. No se puede generalizar desde la experiencia personal – por más intensa o reiterada que sea – sin convertir la excepción en regla. Las denuncias falsas, cuando existen, deben tratarse con la seriedad procesal que ameritan. Pero el problema no es su existencia puntual, sino su sobredimensionamiento discursivo, que termina poniendo en duda cualquier relato de violencia o vulneración de derechos. Y si hablamos de infancia, conviene recordar que el verdadero interés superior del niño no se juega en los slogans, sino en procesos cuidadosos donde su voz, su bienestar emocional y su derecho a vivir sin violencia no pueden quedar subordinados a mitologías familiares ni a batallas adultocéntricas travestidas de amor.
La afirmación de que los derechos de las mujeres “opacan” los de la niñez instala una antinomia tan funcional como infundada. El derecho contemporáneo – y especialmente el de familia – no puede leerse con la lógica de suma cero. La Convención sobre los Derechos del Niño, la CEDAW y la Ley 26.061 obligan a los operadores jurídicos a articular derechos en tensión, no a enfrentarlos. Cuando una madre denuncia violencia y solicita medidas de protección, el deber judicial es investigar con celeridad y diligencia, sin presumir ni veracidad absoluta ni falsedad automática. Lo mismo rige cuando un progenitor advierte obstrucciones sistemáticas al vínculo: lo que se exige es prueba, no prejuicio. El problema no es la perspectiva de género. El problema es la falta de una perspectiva integral que contemple la complejidad de los vínculos familiares, los efectos de la violencia psicológica o simbólica y la centralidad de las infancias como sujetos plenos de derechos, no como botín de guerra emocional.
Decir – sin aportar pruebas – que hay ONGs, escuelas y profesionales que se articulan para apartar padres injustamente roza lo conspirativo. Si existen casos concretos de fraude procesal, el camino es la denuncia penal, no la deslegitimación mediática. De lo contrario, se corre el riesgo de transformar el legítimo debate jurídico en una caza de brujas que solo beneficia a quienes desean un sistema judicial desacreditado y vaciado de criterios técnicos. Judicializar no es sinónimo de manipular. Y asistir a las víctimas no es ideología, es obligación legal. Confundirlo todo en nombre de la experiencia personal no solo desinforma: también daña.
Hablar de “vínculos destrozados por la justicia” sin analizar las múltiples dimensiones que rodean cada caso -dinámicas familiares previas, trayectorias de violencia, contextos de vulnerabilidad, herramientas terapéuticas fallidas – es, al menos, temerario. Pero hacerlo con liviandad, como si fuera un guion de serie legal mal subtitulada, es una forma de banalizar el sufrimiento real de niñas, niños y adolescentes que no siempre encuentran adultos que los escuchen sin filtros ideológicos, sin urgencias mediáticas, sin sed de revancha.
Porque si algo ha demostrado el derecho de familia en las últimas décadas es que la perspectiva de género no es un exceso, sino una conquista. No tapa la infancia, la revela. No distorsiona la verdad, la complejiza. No reemplaza la justicia, la profundiza. La justicia de familia necesita menos simplificaciones ruidosas y más pensamiento crítico. Necesita que quienes ejercemos la palabra pública no la pongamos al servicio de la sospecha o la espectacularización, sino de la escucha, el respeto y el análisis comprometido.
Y sobre todo, necesita que dejemos de disfrazar de preocupación por la infancia lo que, en el fondo, es nostalgia por un orden familiar jerárquico donde los niños obedecen, las madres no denuncian y los padres mandan. Porque cuando se desarma el discurso, lo que queda no es amor por los vínculos: es miedo a perder privilegios. Y eso – aunque se diga con tono pausado y elegancia de tevé por cable – también es violencia.
