Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Nadie debería vivir en el margen de lo que ya existe. Porque los cuerpos existen, las decisiones se toman, los hijos nacen. Lo que no existe, en todo caso, es el coraje legislativo de mirarlos a los ojos.
Desde hace años, la gestación por sustitución habita el territorio de lo no dicho. No está prohibida. Tampoco permitida. Simplemente, se hace. Y en ese hacerse, nacen hijos, hijas, se celebran acuerdos, se atraviesan embarazos, se anudan afectos. Pero también se multiplican los abusos, las zonas grises, los riesgos éticos, los desamparos jurídicos.
En Argentina, el vacío legal no es sinónimo de neutralidad. Es abandono. Y todo abandono, en el derecho, tiene nombre: desprotección. Mientras se postergan debates que ya son urgentes, los jueces improvisan. Y aunque muchas veces resuelven con sensibilidad y perspectiva de derechos, no se puede edificar justicia solo con sentencias. La jurisprudencia no puede ser el sustituto permanente de una norma ausente.
Porque cuando el derecho no nombra, el mercado lo hace. Lo que no regula el Estado, lo regula la oferta y la demanda. Y allí, el riesgo de convertir los cuerpos gestantes en instrumentos – aunque no haya pago ni contrato formal – crece al abrigo del silencio legislativo. Ese silencio, hoy, no es cautela: es negligencia.
En un país donde gestar sigue siendo, para muchas, una cuestión de clase, hablar de gestación por sustitución sin regulación es permitir que la desigualdad hable más fuerte que la voluntad. Que la autonomía se vuelva un espejismo cuando las condiciones materiales no están dadas para elegir con libertad. Que los afectos terminen secuestrados por contratos encriptados.
Lo muestran con claridad las notas recientes: el fallo de la Corte que pone límites sin ley; los 65 niños inscriptos por vía administrativa gracias a una cautelar en CABA que luego caducó; el caso de Córdoba, con una gestante abandonada y un bebé prematuro a la deriva mientras se debatía si fue trata, negligencia o desidia. Todo eso ya ocurrió. No es futuro hipotético, es presente descarnado. Y es aquí donde el derecho no puede seguir en modo avión.
La respuesta no puede ser la prohibición. No puede ser la moralización del deseo ajeno. Ni el castigo como política pública. Porque no hay mayor forma de hipocresía jurídica que prohibir lo que ya sucede, lo que se sostiene con estrategias judiciales creativas, con acuerdos entre partes que no siempre tienen la misma fuerza, con clínicas que ofrecen servicios sin control.
Regular es crear un marco donde la dignidad no se subrogue. Donde el deseo de maternar no se vuelva trampa. Donde la voluntad procreacional no eclipse la subjetividad de quien gesta. Donde el niño o la niña por nacer tenga un lugar en la ley, y no solo en los corazones.
No hablamos de cualquier ley. Hablamos de una que no evite la complejidad, que no simplifique, que no reduzca a un checklist lo que en verdad es un entramado ético, afectivo y jurídico. Una ley que escuche a las gestantes, que garantice su consentimiento libre y revocable. Que contemple la posibilidad del conflicto, no para impedir, sino para prevenir. Que no se enamore del caso ideal, sino que piense en los bordes, en los límites, en los riesgos.
Porque hay algo que el derecho aún no entendió: no legislar es legislar. Y en este caso, legislar en contra. En contra de la seguridad jurídica, en contra de los derechos de los niños, en contra de quienes desean formar una familia sin poder gestar. En contra, incluso, de quienes sí desean gestar por otra persona, desde una decisión ética, libre, solidaria.
No hay derecho posible cuando lo real queda por fuera del texto. Ya no se trata de estar a favor o en contra de la gestación por sustitución. Se trata de algo más básico, más urgente, más humano: cómo garantizamos derechos en una práctica que sucede, que se multiplica y que hoy se desarrolla en la sombra.
Una ley no va a resolverlo todo. Pero puede ser ese lugar desde donde empezar a decir con claridad: hay cuerpos que merecen cuidado, hay vínculos que merecen ser nombrados, hay vidas que no pueden seguir esperando en el limbo jurídico de lo no regulado.
Y si el derecho sigue sin escuchar lo que el cuerpo ya gritó, entonces no será la ley quien hable, sino la desigualdad. No será el consentimiento quien dirija la escena, sino la urgencia, la clandestinidad, la asimetría. No será el Estado quien proteja, sino el mercado quien administre los nacimientos. Callar, en este punto, no es prudencia: es complicidad.
Porque cuando el derecho calla, el poder grita. Y cuando el poder grita, casi siempre lo hace sobre los mismos cuerpos.
