Universidades bajo fuego: cuando el ajuste no rinde examen

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador 

En la madrugada del 7 de agosto, la Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto de ley que establece la actualización automática del financiamiento de las universidades nacionales. La escena, en apariencia previsible, resultó todo lo contrario: un recordatorio – tal vez inesperado – de que el derecho aún puede tener la última palabra cuando los mercados ya han gritado suficiente.

Porque lo que allí se votó no fue una suma de partidas, sino la afirmación política y jurídica de un principio liminar: el acceso igualitario a la educación superior como obligación estatal. No una opción, no un anhelo, no una erogación discrecional. Una obligación.

La Constitución Nacional – esa que suele citarse para prometer equilibrio fiscal pero no para garantizar derechos concretos – es clara. El artículo 75, inciso 19, impone al Congreso la responsabilidad de sancionar leyes que aseguren el desarrollo de la educación pública, gratuita e inclusiva en todos sus niveles. No hay ahí fórmulas optativas ni cláusulas de escape. La educación no se negocia, no se posterga, no se terceriza.

Se protege.

Y en esa protección está contenida una ética republicana elemental: el Estado como garante del proyecto de igualdad. Si algo define a la universidad pública es su condición de horizonte común. Un estudiante de primera generación no ingresa a una facultad solamente a cursar materias: ingresa a un país que, al menos en ese instante, decide no reproducir la herencia de las desigualdades. El aula, así, se vuelve el más concreto de los pactos democráticos.

La media sanción no fue solo un acto parlamentario. Fue un gesto constitucional. De esos que devuelven espesor a la letra normada cuando todo parece reducirse a planillas de cálculo. Fue también un acto de resistencia frente a un modelo que no oculta su desdén por lo colectivo, y que parece haber convertido al veto presidencial en sinónimo de política pública.

El anuncio anticipado de que esta ley será vetada si se convierte en norma encierra un dato que no debería naturalizarse: el poder Ejecutivo, frente a una ampliación de derechos votada por una clara mayoría legislativa, amenaza con anularla en nombre de un orden contable. Pero cuando el cálculo pretende suplantar al derecho, lo que peligra no es el presupuesto: es el pacto fundante que sostiene a la Nación como comunidad política.

Y no es retórica. La historia argentina sabe -por memoria y por cicatriz – lo que significa desfinanciar la universidad. El vaciamiento no es nuevo: es siempre la antesala del autoritarismo. Por eso, cuando se restringe el financiamiento, no se está corrigiendo una ineficiencia, sino debilitando una institución clave para la reproducción del pensamiento crítico, la movilidad social y la formación de ciudadanía.

Quizás por eso esta ley incomoda. Porque recuerda que aún en un contexto de excepcionalidad económica, hay zonas que deben seguir siendo intocables. Porque impone un límite constitucional a una forma de gobernar que no distingue entre política de Estado y ajuste sistemático. Y porque devuelve al Congreso su función más noble: la de ser garante de los derechos fundamentales, incluso – y sobre todo – cuando el poder de turno olvida que está limitado.

Lo que se discute no es una partida presupuestaria, sino qué tipo de república estamos dispuestos a defender. La universidad no es un privilegio de pocos, sino el último bastión donde la igualdad todavía rinde examen.

Tal vez el presidente vete la ley. Tal vez festeje el aplauso de quienes confunden orden con obediencia y libertad con desamparo. Pero que quede claro: la historia no se escribe con vetos, sino con aulas abiertas. Y la democracia, cuando es digna de su nombre, no clausura el futuro: lo financia.