Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado – Comunicador
Hay debates que no se agotan en un recinto legislativo ni en la fría letra de un expediente. Hay debates que nos devuelven preguntas incómodas sobre qué entendemos por vida, sufrimiento y libertad. Uruguay acaba de atravesar uno de ellos: la Cámara de Diputados dio media sanción a la ley de “muerte digna”, que habilita la eutanasia activa en casos estrictamente regulados. No es un permiso para morir; es la afirmación de que, en ciertas circunstancias, elegir el final es también ejercer la más radical de las autonomías.
Uruguay no improvisa. La misma matriz que antes le permitió legalizar el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo o la regulación del cannabis, ahora ilumina el tramo final de la existencia. Un Estado laico, habituado a construir consensos legislativos en materia de derechos personalísimos, elige escribir un nuevo código: el del cuerpo como territorio soberano, incluso en su último aliento. En términos jurídicos, un desplazamiento del eje tutelar hacia la autodeterminación, sin que la agonía suspenda el derecho a decidir.
En Argentina, la ley 26.742 de 2012 abrió la puerta para rechazar tratamientos que prolonguen artificialmente la vida. Pero se detuvo ahí. No dio el paso hacia la eutanasia activa. Protege al paciente frente a la obstinación terapéutica, pero le niega la posibilidad de pedir, bajo control médico y con garantías, la interrupción deliberada de su vida. Esa línea no es casual: responde a una concepción donde el Estado reconoce la autonomía, pero la limita ante lo que considera el núcleo indisponible de la vida. Lo que en términos técnicos llamamos “orden público bioético”: un muro que protege, pero también encierra.
El Código Civil y Comercial de 2015 nos dio herramientas potentes: dignidad humana, autonomía progresiva, capacidad para decidir sobre el propio cuerpo. Sin embargo, cuando se trata del final, esos principios se leen con cautela. Nuestro código cultural -que muchas veces pesa más que el normativo – se mueve con temor en estas aguas, marcado por una historia jurídica que asocia la vida con un mandato absoluto de conservación. Como si el derecho a decidir se interrumpiera justo en la última página.
Uruguay escribe hoy un capítulo que para nosotros sigue en borrador. Las palabras están en nuestros códigos, pero todavía discutimos si podemos usarlas aquí. El desafío no es sólo legislativo: es ético, cultural y filosófico. Porque aceptar que la dignidad incluye la hora y la forma de despedirse es admitir que la libertad no se achica cuando la muerte se acerca, sino que se expande hasta abrazarla.
Y quizás ese sea el verdadero sentido de un código humano: entender que la muerte digna no es el fin de la vida, sino la última vez que la vida nos pertenece.
