Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Si hay un terreno donde se juegan los avances o los retrocesos de una sociedad, ese es el derecho de familia. No porque esté en los titulares ni porque se resuelva en grandes tribunales internacionales, sino porque toca lo más cotidiano: quién cuida, quién decide, quién reconoce a quién como parte de su historia afectiva. En definitiva, cómo se regula lo más humano: el vínculo.
Las derechas reaccionarias lo saben. Por eso ponen el ojo allí, en la familia. Porque es el escenario donde la igualdad se vuelve palpable, donde los discursos de pluralidad dejan de ser consignas para encarnarse en realidades jurídicas concretas: matrimonio igualitario, filiación por voluntad procreacional, identidad de género, multiparentalidad, reconocimiento de derechos de cuidado. Cada avance en este campo es un golpe directo a la lógica patriarcal que sostiene privilegios.
No es casual que, como se viene advirtiendo en distintos análisis de la coyuntura, las llamadas “masculinidades de ultraderecha” hayan elegido a la familia como su campo de batalla simbólico. Se atrincheran en una supuesta “familia natural” que nunca existió como tal. El padre proveedor como figura central, la madre reducida a función reproductiva, hijos e hijas sometidos a la obediencia. No es un modelo afectivo: es un modelo de poder. Y lo que buscan, en el fondo, es reinstalar relaciones de subordinación bajo el ropaje de la tradición.
El derecho de familia, en cambio, se animó a algo que parece obvio pero que costó siglos reconocer: que los vínculos no se imponen, se construyen; que la filiación no se agota en la biología, sino que se funda también en la voluntad y el afecto; que los cuerpos no son objetos de tutela, sino sujetos de derecho. Esa revolución silenciosa transformó la vida cotidiana mucho más que cualquier reforma penal o económica.
Por eso la reacción se siente amenazada: porque ya no puede controlar el modo en que se nombra, se reconoce y se protege a las personas en sus relaciones más íntimas. Y cuando el derecho deja de reproducir desigualdades y comienza a consagrar libertades, quienes siempre gozaron de privilegios sienten que el piso se mueve bajo sus pies.
El riesgo es evidente: si se reinstala una visión cerrada y vertical de la familia, lo que retrocede no es un artículo del Código, sino la vida misma de miles de personas. La familia volvería a ser un dispositivo de disciplinamiento en lugar de un espacio de libertad. Volveríamos a la lógica de propiedad: del marido sobre la esposa, de los padres sobre los hijos, del varón sobre la mujer.
La verdadera discusión no es entre pasado y futuro, sino entre cadenas y libertades. Un derecho de familia plural, diverso y en clave de derechos humanos protege la vida cotidiana en toda su riqueza. Una mirada reaccionaria la reduce a obediencia y exclusión.
La pregunta, entonces, es simple pero crucial: ¿queremos familias como refugio de dignidad o como máquinas de control? El derecho ya dio una respuesta. Y la sociedad también. Lo que resta es defenderla frente a quienes aún creen que la libertad ajena es una amenaza y no la condición para la propia.
Porque la verdadera revolución del derecho de familia no está en los códigos ni en los tribunales: está en cada vínculo que respira libertad, en cada afecto que reconoce dignidad, en cada hogar donde la diversidad no solo se tolera, sino que se protege como derecho.
Allí se juega la justicia de todos los días, y allí ya nadie puede ser dueño de la vida de otro.
