Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Una senadora volvió a poner en escena la peor versión del debate público: la de quien niega derechos ya conquistados y lo hace con el desparpajo de quien parece ignorar – o despreciar – la Constitución. Carmen Álvarez Rivero afirmó en el Senado que “no cree que los niños argentinos tengan derecho a venir al Garrahan a ser curados”. La frase no es una ocurrencia menor ni un malentendido pasajero: es un enunciado que, si se tomara en serio, dinamita el piso mismo del derecho a la salud en la Argentina.

El artículo 75 inciso 22 de la Constitución incorporó con jerarquía constitucional a la Convención sobre los Derechos del Niño. Allí, con toda claridad, se establece que los Estados deben garantizar a cada niño “el disfrute del más alto nivel posible de salud”. No hay asteriscos, no hay notas al pie que limiten este derecho según el domicilio, la provincia o la fortuna de los padres. Sostener lo contrario no es un error técnico: es una negación deliberada de la letra constitucional.
La senadora se ampara en un argumento tan viejo como pobre: que la salud es competencia provincial. Es cierto, en términos organizativos. Pero confundir descentralización administrativa con fragmentación de derechos es de una gravedad jurídica y política insoslayable. El federalismo no habilita a las provincias a decidir qué niño merece atención y cuál no. Al contrario: exige que la Nación garantice que el lugar de nacimiento no sea un factor de desigualdad. Esa es la diferencia entre un federalismo solidario y un feudalismo sanitario.
El Garrahan no es un capricho ni un lujo centralista: es un hospital de referencia nacional, un centro de alta complejidad al que llegan casos que ningún efector provincial podría atender con la misma capacidad. Negar ese derecho es desconocer el sentido mismo de la red sanitaria federal. Y lo que es peor: es poner a los niños en el lugar de los sobrantes, de aquellos que deben resignarse a la precariedad porque a algún legislador le incomoda la palabra “universalidad”.
El interés superior del niño, principio rector en toda decisión estatal, obliga a priorizar su salud y su vida por encima de cualquier cálculo burocrático. Decir que un chico no tiene derecho a curarse en el Garrahan equivale a afirmar que el azar geográfico pesa más que su derecho a vivir. Ningún juez podría sostener semejante despropósito.
Las palabras de Álvarez Rivero no son un exabrupto: son coherentes con una forma de concebir los derechos sociales como privilegios, y no como garantías universales. Ya lo demostró al atacar la legislación en salud mental: para ella, la dignidad de los sujetos es siempre una carga, nunca un mandato. Pero la sociedad argentina ha dado otras respuestas. La salud como derecho humano no es un slogan: es jurisprudencia, es Constitución, es historia de luchas y es también memoria de las infancias que sobrevivieron porque hubo un Garrahan que las recibió sin preguntar de dónde venían.
La senadora dice no haber encontrado “ese derecho en ningún lado”. Se lo recuerdo: está en la Constitución Nacional, en los tratados internacionales, en la jurisprudencia de la Corte y, sobre todo, en la conciencia ética de un pueblo que no acepta que la infancia se subordine a cálculos presupuestarios ni a discursos mezquinos. Que ella no lo vea, no significa que no exista. Lo que significa, simplemente, es que eligió negar lo que la ley manda y la justicia reclama.
Y aquí la verdad irrefutable: la dignidad de los niños es la medida exacta de la dignidad de la Nación.
