Nueva Columna: Un Código no es neutro: incomoda o fracasa.

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador

Diez años después, todavía hay quienes creen que el Código Civil y Comercial es apenas un cambio de numeración. Se equivocan. Ese Código fue una decisión política en el mejor sentido: romper con moldes arcaicos, discutir el poder en la vida cotidiana, correr la frontera de lo posible.

Aída Kemelmajer lo advirtió: fue un trabajo colectivo que cambió la vida de la gente. Pero no nos engañemos: un Código no cambia nada por sí solo. Cambia si la política lo respalda, si los jueces se animan a interpretarlo con coraje, si la sociedad lo defiende como suyo. De lo contrario, el derecho se convierte en un museo: textos bellos, citas eruditas, vidas intactas.

El Código no fue una reforma técnica; fue un gesto de país. Reconocer nuevas familias, afirmar la autonomía de las personas, incluir la salud como derecho, proteger a los vulnerables, ampliar ciudadanía: eso fue tomar partido. Porque el derecho siempre toma partido: por la dignidad o por la desigualdad. Quien hable de neutralidad, miente.

Y lo que se gana con política también se pierde con política. Un ajuste presupuestario, un Estado que se retira, un Poder Judicial que se refugia en tecnicismos: todo eso vacía el Código. Un derecho sin presupuesto es un saludo a la bandera. Una norma sin decisión política es un cadáver elegante.

El cinismo jurídico mata más que la ignorancia. ¿De qué sirve decir que la infancia merece protección integral si se recortan programas sociales? ¿De qué sirve reconocer que la salud es un derecho si se demora un año un turno médico? ¿De qué sirve proclamar igualdad si se tolera que la justicia laboral sea un campo de batalla desigual? La incoherencia es violencia institucional con otro nombre.

Este Código es incómodo. Incómodo para quienes sueñan con un derecho reducido a contratos y patrimonios. Incómodo para quienes creen que el mercado puede reemplazar al Estado. Incómodo para quienes quieren volver al siglo XIX. Y si deja de incomodar, fracasa.

Por eso, la verdadera pregunta diez años después no es si el Código está bien escrito – lo está –  sino si tenemos la decisión política de sostenerlo como proyecto de país o si vamos a resignarlo como pieza de museo. No hay grises: o se lo honra con políticas públicas que amplíen ciudadanía, o se lo entierra bajo la indiferencia y la excusa de la austeridad.

Un Código no es neutro. Incomoda o fracasa. Y en esa incomodidad está su potencia transformadora.