Columna; Tres años de buen trato: cuando la ley se vuelve ternura constitucional

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador 

Que exista una ley del buen trato no es un capricho normativo. Es la traducción en clave provincial de un mandato constitucional: la protección integral de niñas, niños y adolescentes como sujetos plenos de derechos. La ley 15.348, sancionada en Buenos Aires y que este agosto cumplió tres años de vigencia, no inventa nada nuevo: más bien desnuda lo intolerable. Que hubo que escribir en papel lo que nunca debió olvidarse: que el respeto es irrenunciable y la ternura, exigible.

En materia de derecho de familia, hablar de buen trato es romper con la lógica histórica del “poder sobre” para abrazar la noción de vínculo con. Porque educar no es domesticar, criar no es disciplinar, cuidar no es controlar. El derecho no puede tolerar la violencia disfrazada de pedagogía ni la omisión encubierta en la costumbre.

Esta ley no se agota en la prohibición del maltrato. Va más allá: exige una cultura del reconocimiento recíproco. El buen trato se convierte en estándar jurídico, pero también en poética cotidiana. Es un límite, pero también una brújula. Nos recuerda que en un Estado constitucional de derecho, el afecto deja de ser un gesto privado para ser un bien público.

Decir “buen trato” es decir igualdad real de oportunidades, es asegurar que cada niña y niño sea escuchado sin tutelas que silencien su voz. Es cumplir con la Convención sobre los Derechos del Niño, con el artículo 75 inciso 22 de nuestra Constitución, con el mandato de la protección especial. Pero también es cumplir con algo más elemental: no reproducir la cadena de violencias heredadas.

No alcanza con tipificar delitos, ni con acumular programas. El derecho de familia – entendido como derecho humano de proximidad – demanda transformar vínculos. Y para eso, esta ley ofrece una caja de resonancia institucional: capacitación obligatoria, articulación intersectorial, presencia territorial. Porque sin formación, el buen trato es un slogan vacío; con formación, se convierte en práctica socialmente exigible.

Y aquí la paradoja que quema: lo que debería ser obvio, debe ser ley. Lo que debería ser natural, debe ser normado. Lo que debería ser espontáneo, debe ser enseñado.

A tres años de su sanción, la ley del buen trato nos confronta con una verdad incómoda: la infancia no puede esperar a que la sociedad madure. Porque si el buen trato es ley, no es para decorar códigos ni discursos: es para interpelarnos cada día. 

Y ahí la disyuntiva es brutal: o asumimos la ternura como mandato constitucional irreversible, o perpetuamos la violencia heredada como proyecto de país.