Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador
Cada sentencia debería ser un puente hacia la justicia. Un camino claro que conecte a las personas con sus derechos, que explique, que guíe, que dé certezas. Y, sin embargo, muchas veces es un muro: palabras que se enredan, frases que se esconden detrás de tecnicismos, decisiones que llegan como acertijos.
Lo que debería abrir puertas termina cerrándolas. Personas que necesitan respuestas se encuentran con un idioma que no aprendieron y que nadie les enseñó: un idioma que excluye antes de incluir, que confunde antes de proteger. La justicia, que promete amparo, se convierte en un laberinto donde la vida de la gente queda atrapada entre letras que parecen hablar, pero no dicen nada.
Un padre que debe alimentos, una madre que reclama por sus hijos, una abuela que pide contacto, un trabajador que exige indemnización. Personas reales, historias reales. Y en el medio, un lenguaje que más que comunicar, oscurece. El derecho se escribe, pero no siempre se entiende. Y cuando no se entiende, deja de ser derecho.
El lenguaje judicial siempre fue un muro. De solemnidad, de tecnicismo, de frases enredadas. Y un muro no se levanta para invitar, se levanta para excluir. Lo que no se comprende, no se reclama. Lo que no se reclama, no incomoda. Lo que no incomoda, se naturaliza.
El argumento de siempre: “Si simplificamos, perdemos rigor”. Falso. El rigor no está en palabras difíciles, está en la fundamentación. La claridad no banaliza, democratiza. La claridad no le quita peso a la ley, se lo devuelve. Porque cuando alguien entiende su sentencia, deja de ser un objeto de expediente y vuelve a ser sujeto de derechos.
El lenguaje no es neutro. Nunca lo fue. La opacidad no es un error: es una estrategia de poder. El que no entiende, no apela. El que no entiende, no insiste. El que no entiende, se calla. Y el silencio, sabemos, es el mejor aliado de las injusticias.
Pero no todo es inmóvil. Hay juezas y jueces que se animan a otra escritura. Sentencias que parecen cartas, dictámenes que se leen como una conversación, resoluciones que abrazan en lugar de expulsar. Y cuando eso pasa ocurre lo obvio: la gente entiende. Y cuando entiende, confía. Y cuando confía, el poder judicial gana lo que más le falta: legitimidad.
No se trata de estilo, se trata de democracia. No se trata de modas, se trata de derechos. No se trata de escribir bonito, se trata de escribir justo.
Porque al final, la justicia también se juega en las palabras. Y el desafío es simple y brutal a la vez: o seguimos escribiendo para pocos, o empezamos a hablar con todos.
Las palabras pueden ser muros o pueden ser puentes. Un expediente no es un acertijo ni una sentencia un jeroglífico. El día que la justicia lo entienda habrá dado un paso histórico: dejar de hablarse a sí misma para empezar a hablar con la gente.
