Por Matías Leandro Rodríguez; Abogado, Comunicador
La justicia no se aplica en un laboratorio. Se aplica en calles de tierra, en pasillos de casas húmedas, en escuelas que todavía enseñan aunque falten sillas. Allí, donde los niños cargan mochilas con cuadernos y con silencios, el Derecho de Familia se juega su legitimidad. No alcanza con invocar artículos: lo que está en disputa es si el Código Civil y Comercial logra o no proteger, cuidar y transformar vidas reales.
El Código nos regaló hace diez años un lenguaje distinto: responsabilidad parental, comunicación personal, protección integral. No son etiquetas académicas; son brújulas. Pero una brújula sola no alcanza: hay que saber leerla en territorios donde la precariedad económica, la violencia de género y la desigualdad marcan la vida cotidiana. Allí, un fallo judicial no es un trámite: puede ser la diferencia entre sostener un vínculo o romperlo, entre garantizar un plato de comida o condenar a un niño al desamparo.
De poco sirve repetir que el interés superior del niño es “prioritario” si no se lo encarna con políticas públicas. Un juez puede escribir una sentencia impecable, pero si no articula con Desarrollo Social, con Niñez, con Género, con Salud, la resolución queda flotando en el aire. La justicia que no se enlaza con el Estado es letra muerta. La justicia que articula se convierte en abrigo, alimento, escuela, refugio.
No podemos seguir pensando el Derecho de Familia como una isla. Cada expediente revela un mapa de ausencias: trabajo precario, barrios sin transporte, madres que sostienen solas, adolescentes que piden ser escuchados. Aplicar el Código en este contexto exige sensibilidad, pero también coraje. Coraje para interpelar al Ejecutivo cuando las políticas no llegan; coraje para dictar medidas que incomoden, pero que protejan; coraje para entender que la pobreza no exime de derechos, sino que exige reforzarlos.
La justicia familiar no es administración de papeles: es un ejercicio de humanidad con ropaje jurídico. Cada decisión judicial debería preguntarse: ¿este fallo mejora la vida de un niño?, ¿abre posibilidades o las cierra?, ¿traduce los derechos en hechos? Si la respuesta es no, entonces el Código pierde su razón de ser.
A diez años de su entrada en vigencia, la verdadera lección del Código es que no alcanza con cambiar palabras; hay que cambiar prácticas. Responsabilidad parental no significa firma en un expediente, sino compromiso efectivo con la crianza, con el cuidado material y afectivo. Comunicación personal no se mide en horas de visita, sino en vínculos preservados en contextos adversos. Protección integral no es un principio declamado: es articular jueces, ministerios, escuelas y centros de salud para que ningún niño quede solo.
La justicia familiar encuentra su dignidad cuando se anima a ensuciarse con la vida. Cuando reconoce que la norma no vive en los libros, sino en los cuerpos de quienes esperan ser escuchados. Y que el barro no es un obstáculo, sino el escenario real donde el derecho demuestra su fuerza o su fragilidad.
El desafío no es aplicar el Código como si fuera una fórmula. El desafío es hacer que cada artículo palpite en la vida concreta, que cada derecho se traduzca en oportunidades, que cada niño pueda sentir que la justicia no es un eco lejano, sino una presencia que cuida.
Porque allí, en la tensión entre la letra y la realidad, se juega el verdadero sentido del Derecho de Familia.
No en la retórica de los despachos, sino en la voz de un niño que, después de ser escuchado, puede volver a su casa sabiendo que alguien lo protegió de verdad.
