Nueva Columna: Palestina, la infancia bajo fuego, cuando el derecho se convierte en escombro.

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador

No podemos mirar a Palestina como si fuera un conflicto cualquiera. Allí, la infancia sufre un holocausto silencioso, un ataque sistemático contra su derecho más elemental: el derecho a la vida. Cada niño palestino que corre entre escombros, que ve su escuela convertida en ruina, que es detenido, herido o privado de acceso a agua, salud y educación, es una víctima de una violencia planificada y consentida, que recuerda la brutalidad del Holocausto histórico: un intento de borrar de la tierra a generaciones inocentes, pero ahora con métodos modernos y justificaciones políticas.

Al igual que durante el Holocausto europeo, donde los niños fueron asesinados por pertenecer a un grupo considerado “indeseable”, los niños palestinos sufren persecución por nacer en un territorio donde su identidad los convierte en blanco de la política y de la guerra. Las escuelas destruidas, los hospitales inaccesibles, el hambre y la represión constituyen una negación deliberada de la infancia misma. Cada día, la vulneración de sus derechos fundamentales se convierte en evidencia de un proyecto de exclusión y exterminio.

No se trata de daños colaterales ni de hechos aislados: la historia de la infancia palestina es una crónica de violaciones sistemáticas de derechos humanos. La Convención sobre los Derechos del Niño establece de manera inequívoca que la vida, la salud, la educación y la protección frente a la violencia son derechos irrenunciables. Ignorar estas obligaciones es un acto de repugnancia ética y jurídica; mirar hacia otro lado frente a la muerte de los niños es complicidad silenciosa ante el crimen.

El sionismo político, al instrumentalizar la memoria del Holocausto judío para justificar su política en Palestina, repite de manera grotesca la lógica de exterminio que alguna vez aterrorizó a Europa: recordar a los inocentes asesinados mientras se permite la muerte de otros inocentes es un doble crimen moral. La diferencia, lamentablemente, radica en la impunidad de quienes ejecutan y justifican estas prácticas.

La infancia palestina no tiene derecho a esperar: necesita protección inmediata. Cada niño que muere, cada infancia mutilada por bombas o bloqueos, es una acusación directa contra el mundo que calla. La obligación de defenderlos es absoluta: no hay argumento histórico, religioso o político que pueda justificar la vulneración sistemática de sus derechos.

Esto no es política ni estrategia: es un crimen de lesa humanidad contra la infancia palestina. Cada hogar destruido, cada escuela bombardeada, cada niño que muere por hambre, sed, enfermedad o violencia, constituye una violación flagrante, sistemática y planificada de los derechos más básicos de la infancia, reconocidos por la Convención y el derecho internacional.

No hay excusa posible, ni justificación ética, ni argumento político que pueda legitimar semejante barbarie. Esta violencia no es incidental: es estructural, deliberada y repugnante. Quien la perpetúa, directa o indirectamente, es responsable ante la ley, ante la historia y ante la conciencia humana.

Proteger a los niños palestinos no es opcional: es un deber absoluto e ineludible. Cada infancia destruida es una acusación pública contra la humanidad; si no actuamos, habremos traicionado la ley, la ética y el sentido más elemental de justicia.

Lo que ocurre en Palestina no es una guerra: es un genocidio. No hay neutralidad, no hay excusa, no hay relato que lo justifique. Es el exterminio de un pueblo ante los ojos del mundo.

Y si el mundo calla, quedará escrito para siempre: no fue solo Palestina la que fue aniquilada, fue la humanidad la que murió junto a ella.