Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG: matiasleandro09/
Hay figuras jurídicas que nacen con la promesa de transformar la justicia, de humanizar lo que el procedimiento suele volver mecánico. El abogado del niño fue concebido así: como garantía de que niñas, niños y adolescentes no sean solo objeto de decisiones adultas, sino sujetos con voz propia dentro de los procesos que los involucran.

Sin embargo, entre el ideal y la práctica cotidiana se abre un abismo. La figura que debía encarnar la autonomía infantil muchas veces termina reducida a una formalidad, a un requisito cumplido para tranquilizar conciencias institucionales. Porque no basta con designar un abogado ni con rubricar una entrevista: lo que está en juego no es un expediente, sino una vida en desarrollo.
El derecho, cómodo en su gramática de plazos y dictámenes, suele mostrarse torpe frente a lo afectivo, lo ambiguo, lo que desborda los márgenes de un escrito. Escuchar a un niño no puede limitarse a registrar su testimonio para volcarlo luego en un informe aséptico. Escuchar, de verdad, implica sostener el temblor, aceptar la contradicción, darle valor al silencio. Significa comprender sin corregir, acompañar sin traducir. En demasiadas causas, la voz del niño se convierte en texto neutralizado, domesticado por el lenguaje adulto que pretende protegerla pero termina anulándola. Se la cita, se la entrecomilla, se la interpreta. Y en esa operación se pierde la textura de lo vivido, la respiración del miedo o del deseo, el pulso de una palabra que no busca convencer, sino ser oída.
La autonomía progresiva, tantas veces invocada, no significa dejar a los chicos solos frente al conflicto, sino acompañarlos sin suplantarles la voz. Requiere tiempo, empatía y paciencia. Requiere salir del vértigo del trámite para construir confianza, explicar lo que está en juego, traducir las decisiones judiciales a un lenguaje que puedan comprender. No se trata de asistirlos como si fueran adultos pequeños, sino de reconocerlos como personas en desarrollo, capaces de expresar su voluntad dentro de su propio ritmo emocional.
El expediente – esa maquinaria que todo ordena y todo aplana – suele devorar la dimensión humana de los conflictos familiares. Donde hay dolor, el proceso ofrece trámite; donde hay miedo, ofrece plazos; donde hay vínculos, ofrece audiencias. El abogado del niño debe recordar, ante cada hoja, que lo que allí se narra no es solo un hecho jurídico, sino un fragmento de vida. Que no hay derecho procesal que pueda borrar el temblor de una infancia en disputa. Su función, entonces, es mantener abierta la herida del sentido, impedir que el lenguaje técnico oculte lo esencial: que detrás de cada causa hay alguien esperando ser comprendido.
Por eso, la formación del abogado del niño no puede limitarse a la dogmática. Necesita conocer de psicología del desarrollo, de vínculos, de comunicación, de ética del cuidado. Necesita sensibilidad para leer los gestos y fortaleza para interpelar al propio sistema cuando el sistema se olvida de la humanidad que dice defender. Requiere, en suma, una ternura que no es blandura, sino rigor emocional. Esa ternura – tan extraña al vocabulario jurídico – debería ser una categoría profesional: la capacidad de no endurecerse frente al dolor ajeno, de sostener el compromiso sin disfrazarlo de neutralidad. Porque la defensa técnica sin humanidad es una forma silenciosa de abandono.
El abogado del niño no está para reproducir el lenguaje del poder judicial, sino para desacomodarlo. Para incomodar cuando el expediente se vuelve sordo. Para recordar que la imparcialidad no es sinónimo de indiferencia. Su lealtad no es con los padres, ni con los funcionarios, ni siquiera con la lógica del procedimiento: su lealtad es con la voz frágil y compleja del niño, que muchas veces no encaja en los moldes del discurso adulto. Defender a un niño es, ante todo, cuidar que su subjetividad no se disuelva en los rituales de una justicia que todavía habla en singular cuando debería escuchar en plural.
El desafío, entonces, no es escribir nuevas leyes, sino rehumanizar las prácticas. Transformar la designación formal en un acto de compromiso real. Pasar de la figura jurídica a la presencia humana. Asumir que el abogado del niño no representa solo una voluntad procesal, sino una historia en curso. Y que su tarea no se agota en hablar por alguien, sino en sostener la posibilidad de que ese alguien sea escuchado con dignidad.
El día en que entendamos que la infancia no pide compasión, sino justicia con rostro humano, habremos dado un paso verdadero. No hacia un derecho nuevo, sino hacia un derecho más vivo: uno capaz de mirar de frente, de escuchar sin traducir y de defender sin perder la ternura.
