Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG: matiasleandro09 /
Hay países que avanzan no cuando inventan nuevas leyes, sino cuando se animan a pronunciar lo innombrable. Uruguay lo acaba de hacer. Con la aprobación de la ley de eutanasia, se convirtió en el primer país de América Latina en reconocer que la dignidad humana no termina con el último aliento, sino que también habita en la posibilidad de elegir cuándo y cómo despedirse.
Hablar de eutanasia es hablar de un límite que el derecho suele esquivar: el umbral donde la vida ya no se mide en años, sino en padecimiento. Y ahí aparece la pregunta que incomoda: ¿qué es vivir, cuando la vida se ha vuelto sólo un cuerpo sostenido por máquinas? ¿Qué es cuidar, cuando prolongar el dolor se confunde con proteger?
Durante demasiado tiempo, las normas se escribieron desde la perspectiva del control, no del acompañamiento. El derecho temió tanto a la muerte que prefirió silenciarla, esconderla detrás de la moral o de la biología, como si negar el final fuera una forma de preservar la vida. Pero la muerte no se anula por decreto. Se vuelve más cruel cuando se la posterga sin sentido, cuando el cuerpo grita lo que la ley no se atreve a escuchar.
Por eso, lo que hizo Uruguay no fue solo legislar: fue escuchar. Escuchar el cansancio de los cuerpos, la voz temblorosa de quienes piden una salida digna, la angustia de los médicos que acompañan sin herramientas legales, el silencio de las familias que aman tanto que ya no quieren ver sufrir. Legislar sobre la eutanasia es legislar sobre el amor, sobre los vínculos y sobre la libertad. Es asumir que la compasión también puede ser una forma de justicia.
El coraje de Uruguay no reside solo en el resultado legislativo, sino en el proceso social y político que lo hizo posible. Fue un debate atravesado por voces diversas – médicas, jurídicas, éticas, religiosas – pero sobre todo, por el testimonio de quienes sufren. Porque detrás de cada ley de muerte digna hay una historia de amor: de una hija que no soporta ver a su madre pedir permiso para descansar, de un médico que no quiere seguir mintiendo, de un Estado que decide dejar de esconder el dolor bajo el eufemismo de la fe o del deber.
Y también hay algo más profundo: la comprensión de que la autonomía no se extingue con el deterioro. Que aún en el límite, la persona sigue siendo sujeto de derechos, no objeto de cuidados. Que elegir el modo de morir no contradice el valor de la vida, sino que lo honra. Porque solo quien respeta la libertad en su extremo más frágil puede decir que defiende verdaderamente la vida humana.
Esta ley no impone nada. No obliga a morir, ni suprime la vida. Ofrece algo más revolucionario: la libertad. La libertad de elegir sin miedo, de no ser rehén de la biología, de no quedar reducido a un cuerpo invadido por tubos y voluntades ajenas. Pero también la libertad de acompañar, de poder decir adiós sin que la ley nos convierta en cómplices de un delito, sino en testigos de un acto de amor.
La eutanasia, así entendida, no es una rendición ante la muerte, sino un gesto de confianza en la conciencia humana. Un Estado que confía en sus ciudadanos para decidir cuándo partir es un Estado que ya no infantiliza, que no teme ceder control, que entiende que la dignidad es un bien mayor que la obediencia.
El derecho – cuando se vuelve verdaderamente humano – deja de ser una trinchera para convertirse en un refugio. Eso hizo Uruguay: transformó el derecho penal en un espacio de piedad, y la discusión sobre la muerte en una conversación sobre la vida.
Quizás la pregunta que esta ley nos devuelve, como espejo incómodo, sea otra: ¿cuánto miedo tenemos de mirar de frente a la muerte, y cuánto más de aceptar que también puede ser un acto de justicia?
Porque hablar de eutanasia no es hablar del fin, sino del modo en que queremos transitarlo. No es un gesto de desesperanza, sino de profunda humanidad. Y en tiempos donde la indiferencia parece anestesiarnos, Uruguay nos recuerda que el verdadero valor no está en prolongar la existencia, sino en honrar la dignidad hasta el último instante.
