Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG: @matiasleandro09
La reforma laboral que impulsa el gobierno se presenta como una llave para ingresar a la modernidad, pero lo que habilita no es progreso sino retroceso. No redefine el trabajo para fortalecerlo, sino para despojarlo. No corrige desigualdades estructurales: las institucionaliza. Se la promociona como una actualización necesaria para atraer inversiones, generar empleo y “liberar” la economía. Sin embargo, cuando se la analiza jurídicamente en su arquitectura real y no en su relato publicitario, lo que aparece no es una reforma: es el intento más sistemático en décadas de desmontar el sentido protector del derecho del trabajo en la Argentina.

La primera señal de alerta no está en un artículo técnico, sino en la lógica que lo sostiene: el trabajador deja de ser sujeto de derechos para convertirse en recurso adaptable a la necesidad empresarial. Y cuando el derecho se reconfigura ya no para equilibrar fuerzas, sino para legitimar la desigualdad estructural entre empleador y empleado, lo que se modifica no es una ley: es un modelo de sociedad.
El desplazamiento de la negociación colectiva desde la actividad hacia la empresa no es un detalle: es un golpe al corazón del principio protector. La empresa es el territorio donde el trabajador es más débil, no más libre. Allí donde el convenio colectivo actuaba como piso común, la reforma introduce la fragmentación, la atomización y, en última instancia, la competencia entre trabajadores de una misma rama que antes negociaban unidos. Nada de esto es accidental: el aislamiento siempre favorece al más fuerte.
La extensión del período de prueba y la reducción de indemnizaciones forman parte del mismo mecanismo: hacer más barato despedir. Se insiste en que eso “estimulará el empleo formal”. Pero la pregunta honesta no es cuántos contratos se firmarán, sino bajo qué condiciones se vivirán. Un contrato sin estabilidad es apenas un acuerdo revocable. Y un derecho sin garantías materiales es retórica, no protección. La estabilidad no es un lujo corporativo: es la base mínima para poder proyectar una vida, pagar un alquiler, sostener una familia, planificar un futuro que no sea meramente biológico.
La reforma parte de una premisa tan difundida como falsa: que el problema del trabajo en la Argentina es el exceso de derechos. No la evasión fiscal, no la informalidad por conveniencia del empleador, no la falta de control estatal ni la ausencia de políticas productivas estables, sino demasiada protección. Bajo ese diagnóstico, la solución no es perseguir al incumplidor sino modificar la norma para que ya no sea necesario cumplirla. Ese es el verdadero núcleo ideológico de la reforma: convertir en legal lo que antes era ilegal, normalizar la precariedad en lugar de combatirla.
La modernidad jurídica no consiste en flexibilizar, sino en equilibrar. En todo el derecho del trabajo comparado serio – no en el panfleto económico de laboratorio que cita gurúes del mercado financiero – la modernización implica mayor protección en contextos de mayor vulnerabilidad, no el reemplazo del derecho por la voluntad unilateral del empleador. Modernizar no es suprimir garantías, sino hacerlas compatibles con nuevas formas de trabajo sin renunciar a la dignidad humana. Todo lo demás es abuso maquillado de eficiencia.
Quienes defienden la reforma insisten en un argumento emocional: “es lo que hace el mundo moderno”. Pero la verdad es más incómoda: lo que hace el mundo moderno serio es discutir cómo sostener la protección laboral en un escenario cambiante, no abandonarla. Europa no reduce derechos: endurece sanciones por precarización. La OIT no promueve la flexibilidad unilateral: promueve el trabajo decente. Hasta el capitalismo más sofisticado entendió que la desprotección no genera productividad, genera rotación, pobreza y desarraigo.
Lo que se está discutiendo no es una política económica: es una definición de humanidad. Porque si el trabajador deja de ser primero persona y después fuerza productiva, todo lo demás cae en cadena. El derecho laboral no nació para entorpecer empresas sino para impedir que el mercado devore la vida. No surgió para frenar la economía, sino para impedir que la economía vuelva a ser una máquina anónima de expulsión.
Se puede reformar el derecho laboral, por supuesto. Lo que no se puede – sin admitirlo abiertamente – es reformarlo anulando su razón de ser. Una ley laboral que no protege ya no es laboral: es comercial. Una indemnización que no repara ya no compensa: disuade al trabajador de reclamar. Una negociación colectiva sin colectivo ya no es negociación: es obediencia.
La reforma promete empleo. Pero lo que entrega es reemplazo. Empleos que pueden entrar y salir como mercancías, con la ilusión de formalidad y la realidad de inestabilidad. El discurso oficial asegura que la dignidad se mantiene porque hay contrato. Pero la dignidad no está en el papel, está en las condiciones materiales de esa relación. La firma no es garantía de justicia: solo lo es el equilibrio.
El verdadero progreso no está en acelerar despidos, sino en impedir que el trabajo se vuelva desecho. Un país no se mide por cuántos pueden ser empleados un mes, sino por cuántos pueden dejar de tener miedo de ser despedidos al siguiente.
Hay reformas que mejoran la historia y reformas que la deshacen. La diferencia no está en la palabra “cambio”, sino en la dirección. Si la reforma laboral solo hace más eficiente el mercado, pero más insegura la vida, no es cambio: es renuncia. Y una sociedad que renuncia a proteger al que trabaja, renuncia también a proteger todo lo que descansa sobre esa base: familia, educación, salud, futuro.
Cuando la dignidad del trabajador se subordina a la rentabilidad, cuando la estabilidad deja de ser un derecho y se transforma en opción sujeta al capricho empresarial, la modernidad deja de ser progreso y se convierte en traición. Esta reforma no redistribuye oportunidades: redistribuye vulnerabilidad. No fortalece al empleo: lo pulveriza. No protege vidas: las expone al vaivén del mercado. Y lo más grave es que lo hace con la apariencia de justicia, con la máscara de eficiencia y con la promesa de crecimiento, mientras transforma la fragilidad humana en moneda de cambio.
Aceptar esto es aceptar que la ley deje de ser instrumento de equidad y se convierta en herramienta de sometimiento; que la historia laboral del país pueda escribirse con contratos flexibles, indemnizaciones fraccionadas y convenios atomizados, donde la unidad y la protección se sacrifican en nombre de la supuesta modernidad. Se trata de un cálculo moral: se decide que la rentabilidad es más valiosa que la vida, y que la eficiencia justifica la precarización. Ese es el precio que esta reforma propone pagar por ser “moderna”: la entrega de la dignidad humana, el abandono de la ciudadanía y la sustitución del derecho por la conveniencia.
Una ley que despoja al trabajador de su protección esencial no es reforma: es desmantelamiento. No es actualización: es traición. Y quien la apruebe, aunque la envuelva en discursos técnicos o promesas de empleo, estará firmando un pacto con la desigualdad, legitimando la vulnerabilidad y declarando que en este país la vida laboral humana puede ser tratada como recurso prescindible.
Ese es el núcleo de la modernidad que se propone: no progreso, sino la rendición de la justicia ante la lógica del mercado.
