Opinión: No hay peor idolatría que adorar la conveniencia.

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / Instagram: @matiasleandro09

Hay gestos que parecen de comunión, pero huelen a cálculo. Oraciones que se pronuncian mirando al cielo, pero con la atención puesta en quién observa desde el palco. Bendiciones que, más que elevar, legitiman. En esos momentos, lo espiritual se disfraza de rito institucional, y la fe – esa palabra que debería ser riesgo – se convierte en un recurso de campaña.

La escena se repite con naturalidad: líderes religiosos que ofrecen su bendición al poder político, invocando un vínculo entre la voluntad divina y el resultado electoral. Lo que debería ser testimonio se vuelve trámite; lo que debía ser resistencia ética se convierte en acompañamiento funcional. La fe deja de interpelar al poder para transformarse en su espejo amable.

El peligro no está en el encuentro, sino en la confusión. Porque cuando la fe se acostumbra a los palacios, olvida las calles; cuando se sienta en la mesa del poder, deja vacíos los bancos de los que más necesitan ser escuchados. Y así, la oración pierde su fuerza transformadora para volverse gesto institucional: sin fuego, sin contradicción, sin clamor.

No se trata de negar la presencia pública de la espiritualidad, sino de preguntarse a quién sirve cuando esa presencia se vuelve complaciente. El poder busca legitimidad moral, no conversión. Le incomoda la denuncia, pero le fascina la reverencia. Y cuando la fe, por cansancio o conveniencia, entrega su voz a cambio de reconocimiento, deja de hablar de justicia para hablar de sí misma.

La fe no nació para legitimar gobiernos ni para adornar discursos presidenciales. Nació para incomodar a los poderosos, acompañar a los caídos y recordarnos que no hay política posible sin humanidad. La Biblia – ese texto tantas veces citado y tan pocas veces entendido – no fue escrita para darle solemnidad al poder, sino para denunciar su abuso. Lo profético no se mide por los contactos en la agenda, sino por la capacidad de decir lo que nadie quiere oír.

Cuando se ora frente a un gobierno, no debería ser para bendecir su éxito, sino para pedirle humildad. No para confirmarle su verdad, sino para recordarle que su autoridad tiene límites. Porque toda fe que se arrodilla ante el poder pierde su verticalidad espiritual.

Y sin embargo, seguimos viendo cómo la religión es convocada a legitimar discursos que desprecian la empatía, que reducen la pobreza a una estadística y la desigualdad a mérito. Discursos que buscan la bendición de los cielos mientras olvidan el dolor de la tierra.

El problema no es que el poder invoque a Dios: el problema es que haya quienes le respondan sin exigirle justicia. Una fe viva no teme el conflicto: lo asume como parte de su verdad. Y una iglesia que prefiere ser aceptada antes que coherente, ha elegido el camino más corto hacia la irrelevancia.

Nada une a Jesús con quien convierte la pobreza en culpa. Porque su mensaje no fue acumulación sino entrega, no fue poder sino ternura. Y cuando la fe olvida eso, no sigue a Cristo: lo utiliza.

Y es entonces, en ese punto donde la conveniencia reemplaza a la convicción, cuando lo sagrado pierde su horizonte y el Evangelio su voz. La fe no necesita micrófonos, necesita coherencia.

Y cuando la coherencia se vuelve peligrosa, es señal de que el poder ha puesto su marca sobre lo sagrado.