Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG: @matiasleandro09
Ayer se conmemoró el Día Mundial de la Adopción. Y más que una fecha, debería ser un recordatorio urgente: la adopción no es un acto de caridad ni de rescate, sino de justicia y de encuentro. Es una forma de filiación que desarma jerarquías y revela que la familia puede ser un territorio elegido, no impuesto por la biología. Porque adoptar no es “dar algo” a alguien: es reconocer al otro en su dignidad, en su historia, en su derecho a tener una familia sin perder su identidad.
La adopción es un espejo que refleja nuestras contradicciones colectivas. Nos muestra cuánto valoramos la infancia en el discurso y cuánto la demoramos en la práctica. Es cierto: el Estado tiene deudas pendientes —procesos largos, equipos sobrecargados, burocracias que duelen—. Pero también hay que mirar con honestidad otra parte de la trama: las representaciones adultocéntricas y los prejuicios que limitan las posibilidades reales de adopción. Porque a veces no es el sistema el que no encuentra familias, sino las familias las que no logran abrirse a las infancias reales que esperan: mayores, con historias, con marcas, con hermanos.
La adopción no fracasa por exceso de amor, sino por falta de apertura. Y esa apertura no se exige solo a la ley, sino a la sociedad entera: para dejar de buscar bebés “recién nacidos” y empezar a reconocer que también hay niñeces de ocho, diez o doce años que siguen esperando, que merecen una oportunidad tan legítima como cualquier otra.
Aun así, la adopción encarna una potencia transformadora. Porque quien adopta no “posee” ni “salva”: acompaña. Construye desde el respeto y la paciencia. Y quien es adoptado no “debe” gratitud, sino que tiene derecho a ser amado sin condiciones, a que su origen no se borre, sino que se abrace como parte de su identidad. Adoptar no es borrar el pasado, es tenderle la mano para que camine junto al presente.
En ese gesto —humano, jurídico, profundamente ético— se revela lo esencial: la adopción no se trata solo de formar una familia, sino de reparar una herida. Y reparar no es sustituir, sino reconocer. No es llenar un vacío, sino crear un espacio nuevo donde ambas historias puedan convivir sin miedo. Esa es la revolución silenciosa que propone la adopción: desafiar la idea de que solo lo biológico legitima el amor.
Ayer, mientras las redes se llenaban de corazones y símbolos, pensé en cuántos niños y niñas siguen esperando, y en cuántos adultos también. En cuántos deseos se cruzan sin encontrarse por rigideces, por miedos, por exigencias que invisibilizan la esencia misma del vínculo. Porque adoptar, en definitiva, no es cumplir un ideal: es abrirse a la complejidad del otro y dejar que esa complejidad también nos transforme.
El derecho, por su parte, debe ser un puente y no un obstáculo. Debe acompañar con empatía, con políticas reales de apoyo y acompañamiento posadoptivo. Porque el amor repara, pero necesita sostén; el vínculo cura, pero requiere comunidad.
La adopción, cuando es bien entendida, desarma las jerarquías del amor. Nos enseña que una madre o un padre no son quienes engendran, sino quienes eligen sostener, cuidar y respetar. Que la pertenencia no se impone: se construye. En tiempos donde lo inmediato prima sobre lo profundo, la adopción nos devuelve una certeza antigua: lo humano se cultiva, se acompaña, se elige.
Ayer, entonces, no celebramos una fecha. Reafirmamos una causa. La de una sociedad que no deje a nadie afuera del amor. La de un Estado que no confunda control con protección. La de un derecho que mire a la infancia no como expediente, sino como historia viva. Porque cuando una familia se encuentra, no solo cambia una vida: se renueva una esperanza colectiva.
Y en ese instante —el del encuentro, el del abrazo, el del nombre que se pronuncia con pertenencia y respeto— entendemos que la adopción no es una excepción: es una forma luminosa de justicia.
