Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /
Hay causas que nacen bajo el signo de la épica y terminan, sin proponérselo, revelando su verdadera naturaleza: la de haber sido construidas con una ansiedad más narrativa que jurídica. La causa de los cuadernos es ese tipo de expediente que se presenta con la solemnidad de lo indiscutible y, sin embargo, exhibe desde el inicio una tensión insalvable: cuanto más se intenta robustecer su relato, más se percibe la fragilidad de sus cimientos.
No se requiere partidismo para advertirlo; alcanza con mirar el proceso con la serenidad de quien sabe que el derecho no se impresiona con tapas de diarios ni con puestas en escena.
El punto no es – ni debe ser – si hubo comportamientos ilícitos dignos de investigación. El país conoce de sobra que ningún espacio de poder está exento de sombras. El problema aparece cuando, en vez de optar por el rigor, se elige la comodidad del espectáculo. Y allí es donde el expediente empieza a descascararse: un conjunto de cuadernos sin original, recreados de memoria, hallados en circunstancias más dignas de una novela de enredos que de una causa penal seria, termina funcionando como eje estructural de decisiones gravísimas. La excepcionalidad deja de ser recurso y se vuelve excusa.
Con esa materia prima, se pretendió montar un edificio probatorio que nunca llegó a tener la solidez mínima que exige cualquier Estado de Derecho que se respete. La figura del arrepentido – herramienta útil cuando se la maneja con rigor técnico – fue tratada como un recurso de emergencia, casi como un comodín procesal para resolver vacíos que deberían haberse llenado con investigación seria, no con palabras condicionadas por el miedo. En ese clima, las declaraciones se acumulaban con una sospechosa uniformidad, como si más que contar hechos estuvieran repitiendo el guion que les permitía respirar un poco más tranquilos.
La falta de cuidado en la cadena de custodia, la elasticidad interpretativa de ciertos criterios y la sorprendente tolerancia hacia irregularidades que en cualquier otro expediente habrían generado alarma inmediata construyeron un panorama difícil de defender desde criterios objetivos. Lo llamativo no es que la causa haya avanzado; lo verdaderamente inquietante es cómo avanzó. Y allí radica su desnudez. No porque se ignore la necesidad de investigar, sino porque se renuncia a hacerlo del modo que distingue a la justicia de su caricatura.
No hay mayor ridículo jurídico que la solemnidad mal fundada: la que recurre a frases grandilocuentes para encubrir debilidades elementales. Y la causa de los cuadernos cayó, una y otra vez, en ese territorio incómodo en el que la retórica intenta compensar lo que la prueba no logra sostener. Es esa contradicción entre forma y contenido lo que erosiona su credibilidad, no la posición política de nadie. Los expedientes no envejecen por opiniones; envejecen por inconsistencias.
Esa erosión, silenciosa pero persistente, tiene efectos que trascienden a los involucrados. Porque cuando un proceso se permite vulnerar garantías en nombre de una supuesta urgencia moral, abre una puerta que después ya nadie puede cerrar. Y una democracia no se deteriora de golpe: se gasta de a poco, cada vez que una excepción se naturaliza, cada vez que un atajo se celebra como virtud, cada vez que lo extraordinario deja de parecerlo.
Quizás por eso esta causa, más que un ejemplo de eficiencia, se convertirá en un espejo incómodo. No por lo que creyó revelar, sino por lo que terminó mostrando sin querer: la facilidad con que un sistema judicial puede deslizarse hacia la tentación del relato cuando se le exige velocidad en lugar de verdad.
Y entonces llega el cierre que este expediente, paradójicamente, se ganó con sus propias grietas:
La causa de los cuadernos, con el tiempo, se volverá una página indispensable para comprender cómo un país puede equivocarse aun cuando cree estar haciendo lo correcto. Y será doloroso admitirlo. Pero también será una oportunidad para reencontrar la brújula constitucional que se extravió entre urgencias, presiones y relatos.
Porque cuando todo se haya desvanecido, lo único que quedará en pie será aquello que nunca dependió del entusiasmo del momento: las garantías que sostienen la democracia.
