Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /
Hay decisiones judiciales que, más que resolver un caso, nos obligan a revisar las premisas desde las cuales pensamos el Derecho. No lo hacen desde la estridencia, sino desde algo mucho más profundo: el gesto de declarar que las categorías tradicionales no alcanzan. El sobreseimiento por atipicidad de una madre acusada de la muerte de sus dos hijos en situación de discapacidad es uno de esos pronunciamientos que, si se leen con atención, interpelan de raíz la forma en que conceptualizamos la responsabilidad, la exigibilidad y, sobre todo, el lugar que el cuidado ocupa en la arquitectura jurídica. No se trata de “absolver” a alguien: se trata de desmontar, pieza por pieza, una matriz de análisis que ya no dialoga con la realidad social.
Lo primero que emerge es la necesidad de restituirle densidad a la tipicidad. No como casillero formal, sino como categoría que exige pensar la conducta en su materialidad concreta. Hablar de omisión es fácil en el plano teórico. Lo difícil – y lo jurídicamente honesto – es preguntarse si en ese contexto existía una posibilidad real de actuar conforme a un estándar ideal. Porque el Derecho penal, cuando opera con responsabilidad por omisión, no puede desentenderse de un dato elemental: solo puede exigirse lo que es humanamente exigible. Y aquí, frente a una mujer sola, aislada, emocionalmente devastada, sin redes de apoyo, con el cuidado cotidiano de dos adolescentes con dependencia absoluta, la idea de un “deber incumplido” se vuelve, directamente, una ficción. Un artificio conceptual que niega la realidad en nombre de un modelo abstracto de madre infalible.
La perspectiva de género, lejos de funcionar como un adorno, es el prisma que permite comprender por qué este análisis no es un acto de indulgencia sino de rigor. No se trata de invocar el género como causa atenuante, sino de advertir que las categorías jurídicas sobre las que se ha construido la teoría del delito parten – todavía – de un sujeto varón, autónomo, libre de cargas de cuidado. Ese sujeto, simplemente, no existe para miles de mujeres. El Derecho, cuando mira esa realidad sin nombrarla, reproduce desigualdad. Y cuando interpreta la maternidad como un deber incondicional, como un amor inagotable y como una exigibilidad infinita, no está aplicando neutralidad: está sosteniendo, casi sin quererlo, la misma estructura patriarcal que invisibiliza el trabajo de cuidado y lo convierte en responsabilidad privada.
El estado emocional de esta mujer – ese agotamiento profundo, esa sensación de límite, ese padecimiento que desborda cualquier manual – no es un factor exculpatorio en términos psiquiátricos. Es, simplemente, la evidencia de que la exigibilidad se desmoronaba. Hablar de salud mental aquí no es abrir la puerta a la inimputabilidad: es reconocer que la conducta humana no se produce en el vacío. Que no existe una autonomía abstracta capaz de sobreponerse a todo. Que el Derecho, si pretende ser justo, debe dialogar con lo que es posible, no con lo que sería deseable en un universo ideal.
Al final, lo que este caso revela con brutal claridad es que la pena no tiene respuestas para todo. Que hay tragedias que no surgen de la maldad individual, sino del abandono estructural, de la falta de políticas de cuidado, de la precariedad económica, de la soledad en la que se sostiene la maternidad, de la invisibilización del agotamiento. Pretender que la pena repare lo que es, en realidad, una cadena de desprotecciones institucionales no solo es inútil: es injusto. Y es justamente en ese punto donde aparece la potencia del fallo: no cede ante la comodidad de castigar para tranquilizar, ni se refugia en ficciones. Se atreve a decir lo que corresponde decir jurídicamente, aunque incomode socialmente.
Porque, al final, este caso no pide castigos: pide políticas. No reclama culpables: reclama un Estado presente. Y exige, de una vez por todas, que dejemos de mirar las tragedias humanas desde la frialdad del expediente y empecemos a mirarlas desde la dignidad que el Derecho dice proteger pero tantas veces olvida.
