Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /
Hay relatos que desnudan, con la nitidez incómoda de lo evidente, aquello que el sistema jurídico preferiría no enfrentar: la facilidad con la que algunos creen que el poder económico habilita cualquier avance; la confusión peligrosa entre tener recursos y tener razón; la convicción – forjada en años de impunidad estructural – de que la ley es negociable cuando quien la invoca es alguien “de peso”. La situación que atraviesa la Comunidad Jesucristo es Amor* no es un conflicto de medianeras ni una disputa vecinal. Es la forma contemporánea de un fenómeno viejo: la usurpación revestida de soberbia, donde el privilegio pretende sustituir al derecho.

Durante más de veinte años, esta comunidad religiosa subsistió con precariedad y esfuerzo. No heredó privilegios ni compró favores: trabajó. En 2014 dio un paso trascendente y profundamente democrático para cualquier colectivo social: adquirir un lugar propio. Al año siguiente, con la fuerza tranquila de quienes construyen comunidad, compraron formalmente el lote 1739a, más de una hectárea delimitada por mensuras históricas, avaladas por profesionales y jamás cuestionadas. Desde entonces, ingresaron, limpiaron, derribaron ruinas, instalaron luz, levantaron construcciones modestas y – lo más importante – dieron vida a un espacio que no era sólo tierra: era identidad, pertenencia, proyecto colectivo.
En 2018, tras un sacrificio económico que cualquier comunidad organizada conoce bien, construyeron una muralla de más de 440 metros lineales. La levantaron para proteger actividades con niños, jóvenes y adultos. Un muro costoso, sí, pero necesario, hecho sobre su propio terreno, a la vista de todos, sin ocultamientos, sin improvisaciones. Todo registrado. Todo en regla. Todo conforme a derecho.
Y sin embargo, en febrero de 2020, lo que parecía impensado ocurrió. Bajo instrucción del Sr. Juan Budano Roig – empresario de peso, titular de una firma de significativo poder económico y colindante del predio – irrumpieron topadoras que arrasaron entre 140 y 160 metros de esa muralla. No hubo un agrimensor confundido. No hubo un error de cálculo. Ni siquiera hubo diálogo previo. Lo que hubo fue violencia: se tomó por la fuerza una porción de terreno ajeno, se cercó, se integró como propia y luego se desplegó un repertorio de hostigamientos que incluyó intimidaciones, perros peligrosos sueltos, impedimentos de ingreso y la apropiación del pilote de luz instalado por la comunidad. La secuencia es tan elocuente que casi no requiere adjetivos.
Lo más grave, lo absolutamente inaceptable, es que este avasallamiento no se inscribe en una discusión jurídica sobre límites. No hubo una acción reivindicatoria. No hubo una demanda civil. No hubo un reclamo legal previo. No hubo siquiera una mínima voluntad de someter el diferendo a las instituciones. Del lado del empresario, no hay derecho invocado: hay hechos consumados. Del lado de la comunidad, hay cuatro expedientes judiciales abiertos, cartas documento, denuncias penales, interdictos, medidas cautelares. Es decir, todo lo que manda hacer un Estado de Derecho cuando un derecho es vulnerado.
Como si lo arbitrario necesitara un gesto adicional, durante la cuarentena de 2020 – mientras toda la ciudadanía soportaba restricciones severas – en la porción usurpada se levantaron dos viviendas: una principal y otra secundaria. Sin permisos municipales, sin declarar, violando la medida de no innovar dictada por el juez, desoyendo la normativa sanitaria y edificadas sobre tierra que no les pertenece. Es la consagración de una lógica peligrosa: cuando alguien cree que puede construir primero y explicar después, el derecho deja de ser un límite y pasa a ser un estorbo.
Este caso expone, sin intermediaciones, la asimetría estructural que atraviesa a tantas comunidades: de un lado, quienes sólo tienen su derecho; del otro, quienes creen tener, además, la prerrogativa de imponerse. La comunidad tiene títulos, planos, mensuras, tradición de uso y un proyecto sostenido. El empresario, en cambio, jamás inició una demanda. Jamás cuestionó formalmente los límites del lote. Prefirió avanzar, tomar, encerrar y luego revestir el atropello con una frase que revela más de lo que oculta: “creí que era mío”. Si alcanzara con “creer” para tomar, entonces no hablaríamos de derecho real, sino de derecho del más fuerte. Y eso no es un sistema jurídico: es la negación misma del pacto democrático.
Lo que reclama la comunidad no admite matices: restitución inmediata de la fracción usurpada, reconstrucción del muro destruido, reparación integral de los daños y la conclusión del proceso penal cuya definición está fijada para diciembre de 2025. No piden privilegios ni excepciones: piden lo que la ley ya reconoce como suyo.
Pero este caso, además, interpela al sistema judicial. ¿Puede una comunidad confiar en que sus derechos serán protegidos aunque enfrente a un actor con recursos, apellido o influencia? ¿Puede creer que la propiedad, la posesión y la dignidad serán reparadas sin que el poder económico imponga su tiempo y sus reglas? Este conflicto recuerda algo elemental: la usurpación no es un desajuste privado; es un atentado al orden público, porque reinstala – aunque sea simbólicamente – la lógica de que quien puede más, toma más.
No hay espacio aquí para la relativización. No hay zona gris. Lo que ocurrió es claro, verificable y jurídicamente inequívoco: una fracción del terreno de MJA fue usurpada por Juan Budano Roig mediante un acto unilateral, violento y carente de cualquier sustento legal.
Y ante eso, la única respuesta compatible con la Constitución y con la igualdad ante la ley es la que viene sosteniendo la comunidad desde hace años: acudir a los tribunales, exigir reparación, visibilizar el atropello y reclamar – con paciencia, pero también con firmeza – que la justicia haga lo que debe hacer. Porque donde la fuerza suplanta a la ley, donde la prepotencia pretende instalarse en lugar del debido proceso y donde la propiedad se avasalla sin consecuencia, no hablamos de un conflicto: hablamos de una injusticia que exige ser reparada.
Y hay una comunidad entera que merece recuperar, sin más dilaciones, lo que siempre fue suyo.
*Ministerio Jesucristo es Amor – https://www.mjatucasa.org/
