El ciclo de la fuerza: cuando la política abdica

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /

A ocho años de aquel episodio ocurrido en diciembre de 2017 frente al Congreso Nacional – una jornada atravesada por represión, heridos y una profunda fractura entre la protesta social y la respuesta estatal- el paso del tiempo no lo ha convertido en un recuerdo cerrado, sino en un punto de observación privilegiado para pensar cómo funcionan, se activan y se repiten determinados modos de ejercer el poder.

No se trata de volver sobre el hecho en sí, ni de reconstruirlo, sino de leerlo como síntoma. Porque hay acontecimientos que, más que explicar una coyuntura, revelan el mecanismo. Aquella escena de represión abierta, con cuerpos dispersados a fuerza de gases y proyectiles, no inauguró nada nuevo: puso en evidencia un modo de gestionar el conflicto social que se activa cada vez que el poder decide no escuchar.

Lo interesante no es la excepcionalidad del episodio, sino su previsibilidad. Cuando los sistemas políticos entran en fase de ajuste -económico, simbólico o institucional – la protesta deja de ser leída como expresión democrática y pasa a ser tratada como amenaza. En ese tránsito, el Estado modifica su lenguaje: abandona el de los derechos y adopta el de la seguridad. No se discute el contenido del reclamo; se administra su contención. No se gobierna el conflicto; se lo reprime.

Este patrón no responde a un signo político único ni a una coyuntura determinada. Es más profundo. Tiene que ver con una concepción del orden que entiende la estabilidad como ausencia de ruido, y no como resultado de justicia social. Bajo esa lógica, el conflicto no interpela al poder: lo incomoda. Y todo lo que incomoda, se neutraliza.

El problema no es sólo el uso de la fuerza, sino su normalización. Cuando la represión se convierte en una respuesta más -previsible, justificable, incluso celebrada – el sistema político empieza a correrse de su núcleo democrático. No porque deje de votar, sino porque empieza a gobernar sin el otro. La ciudadanía deja de ser sujeto de derechos y pasa a ser variable de riesgo.

En estos esquemas, la protesta se criminaliza no por violenta, sino por disruptiva. Interrumpe la narrativa de gobernabilidad. Expone el fracaso de políticas que no lograron incluir, proteger ni redistribuir. Y frente a ese espejo incómodo, el poder responde con una paradoja: reprime aquello que no supo prevenir.

Hay una constante que atraviesa estos ciclos: la inversión de responsabilidades. Se señala a la calle como origen del problema, cuando en realidad es su consecuencia. Se habla de desorden público para no hablar de desigualdad estructural. Se invoca la seguridad para no discutir el contenido de las decisiones que empujaron a miles a manifestarse. Así, la fuerza aparece como solución cuando en verdad es síntoma.

Lo verdaderamente grave es que estos sistemas no se sostienen sólo desde el aparato estatal. Se legitiman socialmente. Una parte de la sociedad acepta – y a veces exige – que el Estado “ponga orden”, aun cuando ese orden se construya vulnerando derechos básicos. Ese consenso implícito es el que permite que la violencia institucional se repita cíclicamente, con distintos gobiernos y similares resultados.

Porque la represión no clausura el conflicto: lo administra en cuotas. No resuelve la desigualdad: la encapsula. No fortalece al Estado: lo debilita, al acostumbrarlo a responder con fuerza en lugar de política. Cada operativo que desplaza el diálogo consolida un modelo de poder que gobierna desde el control y no desde la legitimidad.

Mirar estos procesos con perspectiva permite entender que no estamos frente a una suma de episodios aislados, sino ante una matriz de funcionamiento. Una matriz que reaparece cuando el Estado se concibe a sí mismo más como garante del orden que como garante de derechos. Cuando la legalidad se usa para justificar la fuerza y no para limitarla. Cuando la democracia se reduce a su dimensión formal y se vacía de contenido social.

Por eso, volver sobre aquel punto de partida no es un ejercicio de memoria sino de análisis. Porque lo que está en juego no es el pasado, sino la persistencia de un sistema que, cada vez que se siente desafiado, elige la coerción antes que la transformación. Y ningún país puede salir de sus crisis repitiendo el mismo reflejo.

El riesgo no está en la protesta, sino en la habitualidad de la respuesta. Cuando la fuerza se vuelve rutina y el conflicto excepción, el Estado deja de gobernar diferencias y empieza a administrarlas como amenazas. Esa transformación es lenta, casi imperceptible, pero profundamente corrosiva para cualquier democracia que pretenda algo más que su mera forma.

Porque cuando el poder responde con coerción a lo que debería responder con derechos, no se fortalece: se empobrece institucionalmente. Cada operativo represivo es una confesión involuntaria de fracaso político. 

Ningún sistema verdaderamente democrático necesita disciplinar cuerpos para sostener decisiones que fueron construidas con legitimidad social.