El fuero de familia: donde la sociedad se juega su destino

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /

Cerrar un año es siempre un ejercicio de balance. Pero cuando el calendario se cruza con una fecha simbólica – como los diez años de vigencia del Código Civil y Comercial – la evaluación deja de ser meramente temporal y se vuelve estructural. No se trata solo de qué hicimos, sino de qué lugar ocupa hoy el derecho que practicamos y, sobre todo, a quiénes toca.

El derecho de familia no es un fuero más. Es, quizás, el espacio jurídico donde la sociedad se mira al espejo sin maquillaje. Allí donde se revelan las violencias más silenciosas, las desigualdades más persistentes, las ausencias más dolorosas y también las posibilidades más reales de reparación. Porque la familia – con todas sus transformaciones, tensiones y diversidades – sigue siendo, palabras más palabras menos, el centro neurálgico donde se corta el bacalao: donde se aprende a amar, a confiar, a temer, a reproducir o a romper mandatos.
Sin embargo, el sistema judicial suele tratar al fuero de familia como un fuero de segunda. Un ámbito incómodo, saturado, emocionalmente exigente, poco prestigioso. Un lugar al que se llega por descarte o del que se intenta escapar. Mientras tanto, el fuero penal ocupa el centro de la escena, investido de una épica punitiva que promete respuestas rápidas, sanciones visibles y un alivio social inmediato. No se trata de negar su importancia. Se trata de decir, con honestidad intelectual, que castigar no siempre repara, y que muchas veces el alivio que produce la pena es tan breve como ilusorio.

El derecho de familia, en cambio, no alivia: ordena. Y en ese ordenamiento – complejo, artesanal, profundamente humano – puede marcar destinos. Destinos de niños, niñas y adolescentes cuya voz durante décadas fue marginal, cuando no directamente silenciada. Destinos de mujeres, de personas mayores, de vínculos rotos que requieren algo más que una sentencia: requieren escucha, tiempo, sensibilidad y una mirada integral.

El Código Civil y Comercial vino a interpelarnos en ese sentido. A recordarnos que el centro ya no es la institución abstracta, sino las personas concretas. Que los derechos no se ejercen en el vacío, sino en contextos reales, atravesados por desigualdades materiales, culturales y simbólicas. Que la infancia no es un objeto de tutela, sino un sujeto de derechos. Que la familia no es una forma única, sino una trama viva de afectos, responsabilidades y cuidados.
Nada de eso se traduce automáticamente en prácticas. Requiere operadores y operadoras comprometidos, equipos interdisciplinarios fortalecidos, decisiones judiciales valientes y políticas públicas coherentes. Requiere, sobre todo, vocación. Porque trabajar en familia es trabajar con lo que duele, con lo que no cierra, con lo que no admite soluciones estándar. Es aceptar que no hay respuestas perfectas, pero sí decisiones más o menos justas, más o menos humanas.

Defender la centralidad del fuero de familia no implica desmerecer a los demás. Implica reconocer que allí se juega algo esencial: la posibilidad de interrumpir la transmisión del daño, de ofrecer a las nuevas generaciones algo distinto de lo que recibieron, de construir condiciones mínimas para una vida digna desde el inicio.

A diez años del Código, el desafío sigue siendo el mismo: que el derecho de familia deje de ser el fuero que nadie quiere y pase a ser el fuero que todos comprendan. Porque cuando el derecho se toma en serio a la familia – en su complejidad, en su fragilidad y en su potencia – no solo resuelve conflictos privados. Está, silenciosamente, modelando el futuro de la sociedad.

Allí donde el derecho baja la voz y afina la escucha, el fuero de familia persiste. No para brillar, sino para sostener. No para castigar, sino para intentar dar forma jurídica al caos de los vínculos humanos. Tal vez por eso incomoda. Tal vez por eso suele ser relegado.

Si el derecho sirve para algo, es para que la vida no quede librada a la ley del más fuerte. Y no hay escenario donde esa disputa sea más evidente que en la familia. Allí donde el daño puede repetirse o interrumpirse, el fuero de familia no promete castigos ejemplares: promete algo más difícil y más valioso – ordenar, cuidar, escuchar -. 

Tal vez por eso incomoda. Tal vez por eso es imprescindible.