Fiestas en tiempos de intemperie

Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG matiasleandro09 /

La Navidad suele llegar acompañada de un conjunto de expectativas que no son sólo privadas. Hay una escena que se repite: la mesa como imagen de plenitud, la familia como unidad cerrada, la alegría como obligación, el balance del año dicho en voz alta, casi como un acto de rendición de cuentas. No es sólo una tradición cultural; es también una forma de medir cómo estamos. Y, por contraste, de advertir cuando algo no anda bien.

Desde una mirada pública, estas fechas funcionan como un espejo incómodo. Porque los climas sociales también celebran – o sobreviven -. Y este fin de año encuentra a la Argentina atravesando una experiencia extendida de intemperie: material, simbólica, institucional.

No es una intemperie espontánea. Es el resultado de decisiones políticas concretas.

El año que termina consolidó un modo de gobernar que desplazó deliberadamente la idea de cuidado del centro de la acción estatal. En su lugar, se promovió una ética de la autosuficiencia, del mérito individual, del esfuerzo entendido como obligación moral antes que como derecho a contar con apoyos. El mensaje fue claro y persistente: cada quien debe arreglárselas solo. Y cuando no puede, el problema es personal.

Ese corrimiento tiene consecuencias profundas. No sólo económicas, sino democráticas. Porque cuando el Estado se repliega de su función de sostén, la desigualdad deja de ser un problema a corregir y pasa a ser un dato a administrar. 

Cuando el cuidado se privatiza, se distribuye de manera regresiva: recae sobre los mismos cuerpos de siempre, sobre los mismos vínculos saturados, sobre las mismas comunidades exhaustas.

La infancia, las personas mayores, quienes viven situaciones de discapacidad, las mujeres que sostienen redes de cuidado invisibilizadas, fueron particularmente expuestas este año. No necesariamente por grandes reformas explícitas, sino por una suma de omisiones, desfinanciamientos y discursos que relativizaron la importancia de proteger. La regresividad no siempre irrumpe de manera ruidosa; muchas veces avanza en silencio.

También se deterioró el clima institucional. No por la ruptura abierta de reglas formales, sino por una erosión cotidiana: la deslegitimación del disenso, la banalización del conflicto social, el uso sistemático de la provocación como forma de ejercicio del poder. Cuando la crítica se transforma en enemistad y el reclamo en molestia, el diálogo democrático se empobrece. Y con él, la calidad de la vida pública.

En ese contexto, la Navidad incomoda. Porque remite a valores que entran en tensión con el paradigma dominante: abrigo, pausa, cuidado mutuo, reconocimiento de la fragilidad. La fiesta no celebra la autosuficiencia, sino el vínculo. No exalta la competencia, sino la mesa compartida. Por eso estas fechas iluminan, por contraste, lo que faltó durante el año.

Hay años que no se celebran: se atraviesan. Y aún así, llegar hasta acá tiene algo de logro colectivo. No todo salió como se prometió. No todos llegaron enteros. Pero la sociedad siguió sosteniéndose a través de redes familiares, comunitarias, afectivas, que amortiguaron – como pudieron – los efectos de políticas que eligieron retraerse.

Celebrar hoy, tal vez, no sea exhibir éxito ni cumplir mandatos de felicidad. Tal vez sea simplemente estar. Reconocer el cansancio social. Aceptar que no todo se resolvió. Valorar los gestos pequeños que evitaron daños mayores. Entender que muchas cosas no se arreglan, pero se sostienen. Y que sostener, en contextos de intemperie, es un acto profundamente político.

Desde una perspectiva de derechos humanos, el balance del año deja una pregunta ineludible: ¿quién cuida cuando el cuidado deja de ser prioridad pública? Ninguna democracia se fortalece cuando naturaliza el abandono. Ningún proyecto de país se consolida cuando convierte la fragilidad en culpa y la exclusión en pedagogía.

Las fiestas no salvan. Pero interpelan. Obligan a detenerse y mirar el camino recorrido con un poco más de honestidad. Y recuerdan algo esencial: sin políticas de cuidado, sin presencia estatal responsable, sin un horizonte que reconozca la interdependencia como valor y no como debilidad, no hay cohesión social posible.

Incluso en los años más difíciles, elegir cuidar – desde el Estado, desde las instituciones, desde el discurso público – sigue siendo una forma exigente de gobernar. 

Y también una condición básica para que, alguna vez, la celebración no sea apenas un paréntesis en medio de la intemperie, sino la expresión de una comunidad que decidió no dejar a nadie afuera.