Por Matías Leandro Rodríguez – Abogado, Comunicador / IG: @matiasleandro09 /
Hay decisiones judiciales que no solo fallan: producen daño. No se trata únicamente de errores técnicos – que también existen -, sino de fallas más profundas, de orden estructural y político, que comprometen el sentido mismo del derecho. Cuando el aparato judicial se desentiende de su función protectoria y pierde de vista a las personas concretas a las que debe resguardar, deja de ser una herramienta de justicia para convertirse en un dispositivo de violencia institucional.
El caso de Arcoíris, una niña de nueve años separada de su madre y entregada a un padre y a un abuelo denunciados por abuso sexual, no es un hecho aislado ni excepcional. Es la expresión extrema de una matriz cultural y jurídica persistente: una justicia construida desde una mirada androcéntrica que desconfía de las mujeres que protegen, que sospecha de las madres que denuncian y que convierte el proceso judicial en un mecanismo de disciplinamiento.
Desde los dos años, Arcoíris habló. Dijo como pudo, cuando pudo y del modo en que las infancias pueden decir. No lo hizo una sola vez ni de manera ambigua. Lo hizo de forma persistente, sostenida en el tiempo. Sin embargo, su palabra no fue reconocida como un acontecimiento jurídico relevante, sino como un obstáculo a gestionar. La niña no fue escuchada: fue examinada. No fue protegida: fue puesta a prueba. El proceso no se activó para resguardar su integridad, sino para administrar la incomodidad que su palabra producía en el sistema.
En estos escenarios, la justicia no interroga al agresor con la misma intensidad con la que examina a la madre. La violencia denunciada se diluye, mientras el cuerpo materno y su voz se convierten en el verdadero objeto del proceso. Se la mide, se la evalúa, se la patologiza, se la sospecha. La madre deja de ser sujeto de derecho para transformarse en imputada simbólica: de exagerar, de influir, de manipular, de “no favorecer el vínculo”. Así, el proceso judicial desplaza el eje de la violencia hacia quien intenta detenerla.
Las pericias reiteradas, las evaluaciones interminables, las exigencias probatorias imposibles y el escrutinio permanente sobre la conducta materna no son excesos aislados: son prácticas disciplinarias. Funcionan como mecanismos de control que buscan domesticar el gesto de protección. Porque una madre que denuncia quiebra el orden esperado: rompe el silencio, desafía la autoridad paterna, incomoda al sistema. Y el sistema responde con castigo institucional.
Allanamientos, persecuciones, intentos de detención, suspensión de la responsabilidad parental sin plazos ni objetivos claros completan un escenario en el que el Estado deja de ser garante de derechos para convertirse en productor activo del daño. Todo ello ocurre en abierta contradicción con los principios más elementales del derecho de infancia: el interés superior del niño como criterio rector, el derecho a ser oído, la no regresividad, la protección integral y el deber reforzado de diligencia en casos de violencia sexual. No se trata de valores retóricos: son mandatos jurídicos de jerarquía constitucional y convencional.
Sin embargo, cuando estos principios entran en tensión con estructuras de poder históricamente masculinizadas, pierden eficacia real. Allí emerge con claridad la lógica androcéntrica del proceso: cuando una madre protege, se la sospecha; cuando una niña habla, se la somete a pruebas imposibles; cuando el abuso es intrafamiliar, se relativiza; cuando el conflicto interpela al Poder Judicial, se reencuadra como un problema de “conflictividad parental” o de “salud mental”. Bajo la apariencia de neutralidad técnica, se reproduce una desigualdad estructural que sanciona a quienes intentan romper el pacto de silencio.
El uso indiscriminado de figuras como la “revinculación” en contextos de denuncia por abuso sexual constituye una de las expresiones más graves de esta lógica disciplinaria. Forzar vínculos en nombre de un supuesto interés superior, sin atender al daño psíquico, al miedo expresado por la niña ni a la asimetría de poder existente, no solo carece de sustento jurídico: implica reinstalar la autoridad del denunciado y exigir sumisión emocional como condición de normalidad.
En marzo de 2025, la Corte Suprema de Justicia de la Nación fue clara al advertir que la Justicia de La Rioja había incurrido en un rigor formal excesivo al imponer una revinculación forzada con los denunciados. Esa expresión – frecuente en el lenguaje judicial – encierra una crítica profunda: cuando las formas procesales se imponen sobre la protección efectiva de derechos fundamentales, el derecho deja de cumplir su función. No hay debido proceso posible si el precio es la exposición de una niña a un riesgo grave e irreversible.
Lejos de corregirse, estas prácticas persisten. Se prolongan medidas excepcionales como si fueran neutras, se posterga indefinidamente la restitución de derechos, se insiste en abordajes que desoyen el sufrimiento infantil. El tiempo judicial, pensado para adultos, se impone sobre los tiempos subjetivos de una niña, produciendo un daño que no admite reparación posterior.
Creerle a una niña no es un gesto ideológico ni una reacción emocional. Es una obligación jurídica y ética. Así lo establecen los tratados internacionales, la legislación nacional y los estándares del sistema interamericano. Escuchar no implica renunciar a la investigación ni vulnerar garantías: implica comprender que el descreimiento sistemático – especialmente cuando se dirige a infancias y mujeres – también es una forma de violencia.
En este contexto, el llamado “discurso de las falsas denuncias” opera como una herramienta de disciplinamiento simbólico. No se aplica de manera excepcional ni fundada, sino como sospecha automática sobre madres e infancias. No protege derechos: produce silenciamiento, desalienta la denuncia y refuerza relaciones de poder profundamente desiguales.
“Lo único que hice fue creerle a mi hija”, dice Delfina, la madre de Arcoíris. Esa frase condensa una ética mínima que el Estado parece incapaz de sostener. Porque cuando el sistema castiga a quien protege y desprotege a quien denuncia, el mensaje social es brutalmente claro: hablar tiene consecuencias, callar es más seguro. Y no hay democracia posible cuando las infancias aprenden que su palabra no vale.
No se trata solo de Arcoíris. Se trata del tipo de justicia que estamos dispuestos a tolerar. Una justicia que llega tarde, que duda de las víctimas, que se refugia en formalismos para no asumir responsabilidades, que confunde neutralidad con indiferencia. O una justicia que entiende que proteger a una niña no es una opción, sino un mandato.
Separar a una niña de su madre en este contexto no es una medida excepcional: es una forma de violencia institucional. Y frente a eso, el silencio no es prudencia. Es complicidad.
Porque cuando el derecho falla de este modo, no solo se quiebra una historia individual. Se resiente la confianza social en la justicia y se profundiza un daño que será, inevitablemente, intergeneracional. Y eso debería indignarnos. No como reacción pasajera, sino como punto de partida para exigir un sistema que, de una vez por todas, esté a la altura de las infancias que dice proteger.
