“Que el amor no pida permiso” Nueva Columna de Opinión.

Por Matías Leandro Rodríguez – Comunicador, abogado

Por estos días, una noticia sencilla y profundamente humana conmovió a Mar del Plata: Rita y Martín, ambos con síndrome de Down, se convirtieron en la primera pareja en esa ciudad en contraer matrimonio. Lo hicieron luego de treinta años de noviazgo, cinco de convivencia y un deseo claro: amarse con libertad y reconocimiento. Lo que para muchas parejas es rutina, para ellos fue conquista. Y no por falta de amor, sino por falta de garantías históricas. Hasta ahora.

Porque esta historia no es solo romántica. Es también profundamente política. Habla de cuerpos y afectos que durante décadas fueron infantilizados, apartados, silenciados. Habla de una ley que cambió. Y de una sociedad que, lentamente, empieza a ver que la dignidad no tiene excepciones.

Hasta la entrada en vigencia del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación en 2015, muchas personas con discapacidad intelectual no podían casarse sin autorización judicial o del sistema de apoyos. Se les exigía demostrar una “capacidad de discernimiento” que, en la práctica, se traducía en barreras, trámites y sospechas sobre su autonomía. La ley los miraba con desconfianza. El amor no alcanzaba para que fueran reconocidos como sujetos plenos.

El nuevo Código vino a desarmar ese paradigma. Reconoció, por fin, que todas las personas —con o sin discapacidad— tienen derecho a decidir su proyecto de vida, a formar una familia, a elegir con quién casarse y a qué ritmo, sin necesidad de demostrar nada más que su voluntad libre. Se eliminó el concepto de “incapaces” y se adoptó el principio de apoyos para la toma de decisiones, en vez de sustituciones. Un cambio técnico, sí, pero también ético y cultural. Rita y Martín no necesitaron autorización judicial. Solo necesitaron el deseo, la decisión y un Estado que no se interponga. Su historia demuestra que los derechos no son concesiones: son herramientas de igualdad.

A veces, cuando hablamos de inclusión, lo hacemos en términos que siguen marcando una diferencia: “personas con capacidades diferentes”, “parejas especiales”, “matrimonios atípicos”. Pero Rita y Martín no son distintos en su deseo de amar, comprometerse, convivir y cuidarse mutuamente. Lo distinto fue el tiempo que la ley les negó ese derecho. Como bien dijo Martín el día de su casamiento: “La voy a cuidar hasta el fin del mundo”. ¿Qué más se necesita para entender que el amor no se mide con tests de coeficiente intelectual?

El matrimonio no les da valor. Ellos ya eran valiosos. Lo que hace la ley, cuando es justa, es dejar de obstaculizar. Lo que hace la sociedad, cuando madura, es dejar de tutelar. Ellos no pidieron permiso: ejercieron un derecho.

Este acto de amor, celebrado entre familiares, funcionarios y vecinos, no debería ser una rareza. Debería ser una más entre miles. Pero para eso necesitamos más que leyes: necesitamos acompañamientos reales, registros civiles preparados, operadores jurídicos formados, familias empoderadas, y sobre todo, menos prejuicio.

La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, con jerarquía constitucional en nuestro país, establece que todos tenemos derecho a formar una familia, sin discriminación. El nuevo Código, en consonancia, ya no habla de “impedidos”, sino de decisiones apoyadas. Pero si cada pareja como Rita y Martín debe ser noticia, es porque aún nos falta naturalizar el derecho al amor como algo universal.

Este casamiento no es un símbolo de inclusión. Es un acto de justicia. Es el Estado diciendo que ya no decide por vos. Que tu voz vale, que tu deseo importa, que tu amor es válido.

Rita y Martín se dijeron “sí, quiero”. Lo dijeron con alegría, con plena conciencia y con una ternura que conmovió a todos. Pero sobre todo, lo dijeron con una libertad que hasta hace poco les era negada.

Que esta historia no sea la excepción, sino el comienzo de una sociedad más amorosa, más igualitaria, más humana. Que el amor, de una vez por todas, no tenga que pedir permiso.